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Tribuna
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El espejismo del estancamiento secular

La clave está en acabar con el mantra neomaltusiano de la escasez

La Gran Depresión a comienzos de los años treinta del siglo pasado generó extemporáneamente la sensación finisecular de un estancamiento generalizado que, dado el terrible envión de la crisis y el desánimo generalizado, parecía describir el presente y el futuro de la economía de los países desarrollados. Los progresos del siglo XIX, en términos de crecimiento de la población y del empleo, tierra disponible e innovación tecnológica, a tenor de esta nueva visión neomaltusiana, parecían tocar techo; y todo apuntaba a que estábamos condenados a convivir con una nueva era en la que ya no eran aplicables los términos de crecimiento válidos para explicar el avance económico del siglo XIX.

El término acuñado por Alvin Hansen, precisamente en 1930, fue rescatado del olvido por Larry Summers en 2013 para explicar la situación de EE UU, y posteriormente por Krugman para extrapolarlo al conjunto de las economías más prósperas. Los problemas económicos de Japón en la década de los años noventa del siglo pasado constituyeron en su conjunto el primer ejemplo de que nos encontramos ante un nuevo paradigma que ha venido a constatar la crisis financiera que comenzó a manifestarse en 2007, teniendo como epicentro la economía más próspera del mundo. Se hicieron oír las señales de alarma y se habló de crisis demográfica, de trampa de la liquidez, de crisis de la innovación, etc. Las oportunidades de inversión se redujeron sustancialmente en un país altamente endeudado, muy envejecido y en el que los avances tecnológicos cada vez encontraban más dificultades para trasladarse a fórmulas de crecimiento económico y aumento de la productividad. Obviamente, la denominada nueva economía, con promesas de escalabilidad infinita, basada más en la economía reproductiva que en la economía productiva, no cumplió las expectativas generadas.

Sin lugar a dudas, las circunstancias económicas, demográficas y tecnológicas a las que nos enfrentamos en nuestros días alientan el desasosiego y la sensación de que hemos dado con un estado estacionario en el que permaneceremos durante mucho tiempo, mientras no llegue un nuevo choque en términos de innovación tecnológica, como piensa Christophe Donay, o un nuevo choque en términos de innovación energética, como piensa Jeremy Rifkin.

Es obvio que ni de lejos estamos en un momento poblacionista y, con toda probabilidad, no lo estaremos en el futuro si tenemos en cuenta los cambios demográficos acaecidos en los últimos tiempos. Una población que no crece y que envejece de forma crónica en los países desarrollados rompe con los esquemas poblacionistas que han justificado el crecimiento económico durante una gran parte de nuestra historia económica.

"La I+D no encuentra mecanismos para convertirse en crecimiento económico"

Por su parte, la existencia de tipos de interés negativos pone de manifiesto un aumento de los fondos prestables y una reducción clara de las oportunidades de inversión. Además, el aumento de los activos improductivos, de los que la banca es un buen ejemplo, teniendo problemas para que su rentabilidad iguale el coste del capital, lastra el paradigma de la productividad y, subsecuentemente, de la creación de empleo.

En lo relativo a la innovación tecnológica, esta no encuentra mecanismos para convertirse en crecimiento económico y aumento de la productividad. Y finalmente, el incremento de la desigualdad está contribuyendo a este escenario grisáceo que estimula el pesimismo, las concepciones neomaltusianas y el espejismo del estancamiento secular. Que ni el poblacionismo ni el productivismo ni el determinismo tecnológico sean las claves del desarrollo económico futuro (ya no hablo de crecimiento) no quiere decir que no podamos encontrar nuevas etapas de prosperidad para la humanidad. Pero claramente estamos hablando de otra forma de prosperidad de la que la ciencia económica todavía no ha sabido dar cuenta. Para esto se tiene que producir una gran revolución social que ponga límites al crecimiento sostenido de la desigualdad; una revolución política que ponga límites a la imposición de las reglas financieras sobre las decisiones colectivas, y, por supuesto, una revolución económico-ambiental que ponga límites tanto al expolio de los recursos naturales que estamos viviendo como a la sobredeterminación de la economía real por la economía financiera. La clave está en acabar con el mantra neomaltusiano de la escasez, que ha sido capital para la legitimización del pensamiento económico dominante.

Francisco Cortés García es profesor de Finanzas de la UNIR.

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