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Tribuna
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El ‘chicken game’ de la investidura

La política consiste, la mayoría de las veces, en equivocarse, contradecirse, en cambiar de rumbo

Durante un tiempo, en España nos gobernaron políticos sin escrúpulos, capaces de vender sus principios por un plato de lentejas y un mísero acuerdo. Adolfo Suárez, que había jurado lealtad al régimen franquista, acabó volándolo desde dentro para dar paso a un sistema democrático. Santiago Carrillo cometió una de las deslealtades más terribles, traicionar a los símbolos: se sentó delante de la misma enseña rojigualda que había combatido durante 40 años de exilio y dijo que, a partir de aquel momento, esa bandera era también la suya. Felipe González no les fue a la zaga: prometió que nos sacaría de la OTAN y acabó convocando un referéndum para que siguiésemos dentro, con lo bien que nos hubiese ido en la órbita soviética o en la de los países no alineados. Era una generación, la de los políticos de la Transición, bastante volátil en sus principios, pero hay que reconocer que no les faltaban agallas. Cuando entraron a llenar de plomo el techo del Congreso de los Diputados, como todavía no había llegado allí la gente, se encontraron dentro a los Areilza, Calvo Sotelo, Carrillo, Fraga, González, Gutiérrez Mellado, Peces Barba, Solchaga o Suárez. Es difícil saber si aquellos políticos tienen restos de cal viva en las manos; de tenerla, debe de estar debajo de los muchos callos que les salieron por defender la llama de la convivencia para que otros creciésemos viendo La Bola de Cristal.

La política española empezó a cambiar a mediados de los noventa, cuando entraron en escena dos políticos que no se equivocaron nunca. Siempre tuve una especial debilidad por Julio Anguita: su gesto patricio, su discurso socrático y su incorruptible pasión constituían una nota de color en el normalmente anodino panorama político español. En mi caso, además, se mezcla un recuerdo infantil: yo era un ávido lector de las aventuras del visir Iznogud, y como en aquella época mezclé demasiado a menudo tebeos y política, por alguna razón que se me escapa terminé asociando este entrañable personaje con el entonces coordinador de Izquierda Unida. Al contrario que el visir, sin embargo, no se conoce que en toda su carrera política Anguita incurriese jamás en contradicción alguna.

José María Aznar, partiendo de posiciones ideológicas opuestas, acabó desarrollando los mismos hábitos de infalibilidad. En su caso, con una dificultad añadida, pues ejerció durante ocho años responsabilidades de Gobierno, aunque consiguió hacerlo sin mácula alguna. Quizás apoyase la invasión de Irak para llevar la estabilidad a Oriente Medio o casase a su hija con los fastos propios del Sha de Persia. Pero todo ello lo hizo sin equivocarse.

"Los tres líderes políticos se miran unos a otros en un ejemplo de lo que se conoce como 'chicken game': todos esperan que sea otro el que dé el primer paso"

En efecto, hay oficios donde no se debe jamás incurrir en contradicciones, en los que sostener la palabra es necesario para ser efectivo: por ejemplo, tertulianos y profesores universitarios. Pero lo cierto es que en política, equivocarse es normalmente más una virtud que un defecto. Para arreglar problemas concretos hay que experimentar, ensayar fórmulas y si no funcionan, cambiarlas. Gobernar implica llegar a acuerdos, es decir, renunciar a muchas de las posiciones propias. Gobernar es también la respuesta a lo imprevisto, donde no sirven de nada ni las medidas precocinadas ni los principios inmutables. La política consiste, la mayoría de las veces, en equivocarse, contradecirse, en cambiar de rumbo.

Ha pasado más de un mes de las elecciones, y parecemos encaminados a unos terceros comicios. Para evitarlos, alguien debe dar un paso en falso, romper sus promesas o traicionar sus principios. Descartando que Pablo Iglesias, digno heredero de la estirpe de los políticos infalibles, haga nada por desbloquear una situación que su obsesión por el sorpasso ha provocado, solo cabe imaginar que se produzca al menos una de las siguientes tres circunstancias: que Rajoy anuncie que se marcha y proponga un candidato alternativo de su partido, que Rivera vote a favor en la sesión de investidura o que Sánchez se abstenga. La cuestión, claro, es quién arranca primero. Los tres líderes políticos se miran unos a otros en un ejemplo de lo que se conoce como chicken game: todos esperan que sea otro el que dé el primer paso. Solo se me ocurren dos salidas: que uno de estos líderes tome la iniciativa y se convierta al noble arte de desdecirse. O que vayamos a una investidura fallida, que les sirva a todos para justificar un cambio en las posiciones. En el primero caso tendremos un Gobierno débil de Mariano Rajoy. En el segundo, un Gobierno reforzado de quien le sustituya.

Isidoro Tapia es MBA por Wharton.

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