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Tribuna
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El reto de financiar las innovaciones sanitarias

La limitación de recursos por la crisis y la aparición de innovaciones de alto coste dirigidas a enfermedades de alta prevalencia ha hecho saltar las alarmas sociales

El objetivo básico de un sistema público de salud es mejorar la esperanza y la calidad de vida de sus ciudadanos mediante intervenciones preventivas, curativas y rehabilitadoras. Sin embargo, los responsables públicos deben conciliar el anterior objetivo con la garantía de la sostenibilidad financiera del sistema. Y ello en un marco en el que una parte de los elementos que influyen en la salud y en las cuentas del sistema son difícilmente controlables (entorno económico, evolución demográfica, cambio tecnológico y social, aparición de nuevas enfermedades, aumento de la población con enfermedades crónicas, etcétera) pero, sin duda, otros sí son sensibles a su acción (organización del sistema, cartera de servicios, precios de las prestaciones financiadas por el sistema).

Uno de los retos determinantes en esta materia pasa por plantearnos cómo financiamos las innovaciones sanitarias. En un mundo ideal, las innovaciones que potencialmente mejoraran la salud de los ciudadanos deberían incorporarse al arsenal sanitario y recibir una financiación adecuada. Pero no vivimos en ese mundo ideal de recursos ilimitados. Los recursos públicos dedicados a financiar una innovación dejarán de estar disponibles para procurarnos otros beneficios sobre la salud o sobre el bienestar de los ciudadanos. La drástica limitación de recursos derivada de la crisis económica y la aparición de innovaciones de alto coste dirigidas a enfermedades de alta prevalencia, como la hepatitis C, ha hecho saltar las alarmas sociales. Sin embargo, esta situación no es nueva y la crisis tan solo ha revelado el dilema de la decisión social de manera cruda y dramática.

El retraso español en plantear de manera explícita esta tensión y trasladar el debate al sistema sanitario y a la sociedad es palpable en un contexto europeo. Como no se consuela el que no quiere, al menos ello nos permite observar la experiencia acumulada en entornos cercanos en la última década y aprender en cabeza ajena. De la misma, podemos rescatar como ideas principales la conveniencia de disponer de un proceso de evaluación de la innovación, estructurado y transparente, lo cual permite ponderar su valor añadido e identificar las incertidumbres vinculadas a la misma (qué puede aportar la innovación y con qué grado de certeza); definir criterios claros para la toma de decisiones sobre la incorporación de la innovación y su modelo de financiación (cuánto pago por la innovación y cómo afronto los desembolsos); garantizar que los criterios definidos recogen las prioridades sociales, tienen en cuenta las condiciones del sistema y facilitan el acceso a la innovación a aquellas personas que más se van a beneficiar de su uso (conforme a criterios de eficiencia y equidad); identificar y establecer el nivel de incertidumbre vinculado a la innovación que se está dispuesto a asumir, en función de sus características, de la patología a la que va dirigida y del impacto potencial en el sistema (qué dudas tengo del resultado y cómo las incorporo al precio que estoy dispuesto o al que puedo pagar la innovación); subrayar la voluntad para desarrollar mecanismos dinámicos de evaluación de la innovación que reflejen su rentabilidad real en el tiempo (cómo reevaluar de manera adaptativa), y considerar la toma de decisiones como un proceso dinámico, que también permita facilitar las desinversiones (dejar de financiar aquello que produce menos valor añadido o ha quedado obsoleto) y las reinversiones (liberando recursos para financiar otras alternativas disponibles).

Dada la complejidad y la relevancia social de las decisiones en salud, debemos desconfiar de soluciones simplistas. Estas no tienen una respuesta técnica unívoca y en el proceso se debe tratar de incorporar a los principales agentes implicados: Administraciones públicas, industria innovadora, profesionales sanitarios, pacientes y, obviamente, ciudadanos.

Otros países de nuestro entorno han avanzado en esta materia proponiendo diferentes soluciones pero con un nexo común: la toma de decisiones debe estar basada en criterios claros y conocidos y el proceso debe ser transparente y participativo. Sin duda, merece la pena financiar aquellas innovaciones que demuestren que valen lo que cuestan. Ello es condición necesaria para conciliar el doble objetivo de mejorar la salud de las personas sin poner en riesgo la solvencia del sistema sanitario.

Juan Oliva es economista. Lluís Segú es farmacéutico.

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