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El foco
Columna
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Los cuatro miedos (políticos) del dinero

En los despachos con poder ven sobrados motivos para la preocupación. Algunas sombras son económicas. Otras tienen que ver con los populismos y nacionalismos.

Ricardo de Querol

¿Será cierto que la economía va por un lado y la política por otro? Puede parecer que sí:la parálisis del Gobierno no ha frenado por ahora la actividad en España, de la que está tirando sobre todo el consumo de los particulares. Viene bien un poquito más de alegría en el gasto tras años de austeridad. Pero hay un efecto imposible de medir: ¿cuánta inversión no se está realizando porque espera que se aclaren las circunstancias políticas? ¿Es verdad que, como dicen algunos, hay cola de operaciones esperando para ponerse en marcha? Indemostrable.

Sí cabe señalar las grandes preocupaciones del dinero, de qué están pendientes los que mandan, las incógnitas que van a marcar nuestro futuro próximo. Hay motivos económicos para muchos quebraderos de cabeza: el débil crecimiento europeo pese al dopaje monetario, la larga atonía de los mercados, la desmesurada deuda pública y privada global, lo que no sabemos de qué está pasando en China, los vaivenes del petróleo... Las preocupaciones de tipo político no son menores, y tienen un nexo común:de la Gran Crisis y del empobrecimiento de la clase media han surgido populismos y nacionalismos de muy distinto signo. Los cuatro efectos políticos más temidos, aquí y ahora, son estos, y por este orden:

Oído a un ejecutivo:“Sería peor que se vaya Cataluña que el Reino Unido, pero es menos probable”

 Efecto Brexit.  Las salidas a Bolsa en Europa de este primer cuatrimestre, que han resultado entre regular y mal, eligieron enfrentarse a unos mercados muy complicados antes de que las cosas se pusieran peor. La posibilidad de que los británicos rompan con la UE desata todo tipo de pesadillas: crisis institucional y política a escala nacional y continental, golpe al comercio, tormenta en las divisas... Por no hablar del impulso a otros nacionalismos, el escocés primero y el catalán después.

Las previsiones (las de las encuestas y las de las apuestas) apuntan a una mayoría por la permanencia en la Unión, pero el margen es tan estrecho que cabe prepararse para lo peor. Las últimas consultas sobre Europa (desde el rechazo francés y holandés a la Constitución europea en 2005 a las recientes consultas en la misma Holanda, Hungría o Grecia) no invitan a ser optimistas. Si la causa europea se ha venido abajo en los países de siempre más integracionistas, ¿qué puede pasar en la nacionalista Inglaterra profunda, lejos de la City cosmopolita? Agarrémonos a la confianza en el probado pragmatismo anglosajón: no les conviene marcharse. Aun así, ¿lo harán?

Efecto Podemos. El eufemismo inestabilidad política se está usando en España muy a menudo para apuntar al pánico que provoca en ambientes económicos la posibilidad de que Podemos y sus confluencias, IU ahora incluida, sea una fuerza decisiva en la nueva legislatura. No ya que gobierne, sino que pueda imponer sus condiciones a un gabinete que requiera su apoyo. Aclaremos: la inestabilidad es mala en sí misma porque un Ejecutivo en minoría es por definición débil y tendría difícil sacar adelante medidas impopulares por necesarias que resulten. En los despachos con poder se preferiría una gran coalición PP-PSOE, mejor con Ciudadanos.

Pero nadie estaría intranquilo si el pulso fuera solo sobre cuál de esos partidos –en algunos informes los llaman mainstream– va a instalarse en La Moncloa. ¿Hay motivos para temer tanto a Podemos desde el mundo financiero? Sí a la vista de sus propuestas: disparar el gasto público, hostilidad a la “oligarquía” empresarial, poco compromiso con las reglas de la UE, cuentas de la lechera con el presupuesto. En beneficio de la duda, señalemos que el ideario de Podemos es tan voluble que bien podría pasarles lo que a Syriza, que ahora aplica a rajatabla los recortes que juró combatir. Los ejemplos de los grandes municipios que gobierna la izquierda alternativa, con obstáculos de todo tipo a los negocios y un evidente amateurismo en asuntos de gestión, no están sirviendo para tranquilizar a los inversores.

Efecto Cataluña. Extrañamente, la mayoría de poderes económicos está despreciando ahora este riesgo. Oído a un líder empresarial: “Sería peor que se fuera Cataluña de España que el Reino Unido de la UE, pero lo primero es menos probable”. La versión más extendida es que el desafío soberanista no llegará a sus últimas consecuencias. Tranquiliza el hecho de que la Generalitat de Puigdemont descarte expresamente una declaración unilateral de independencia en esta legislatura, y que tampoco avance por la vía de la desobediencia que reclaman sus socios anticapitalistas de la CUP.

Nadie se cree ese proceso de “creación de estructuras de Estado” que desembocaría en nuevas elecciones, esas sí constituyentes, en 18 meses de los que han pasado ya dos. El discurso oficial difiere del que se expresa en privado. Tampoco se da mucho futuro a la alianza con la CUP. Un cambio de socios (¿PSC, los de Colau?) cambiaría el panorama. Pero eso es solo intuición: lo constatado es que el Gobierno catalán está comprometido con una hoja de ruta rupturista que fija plazos precisos para un camino imposible, es decir, que avanza hacia el choque de trenes. Más despacio quizás, pero al mismo rumbo.

Si la única salida sensata a este conflicto fuera un pacto sobre financiación y una reforma del Estado en clave federal (y no parece un camino fácil, ni ayudan nada torpezas como la de las banderas), ¿sería ese giro asumible por los que se han entregado a la fiebre independentista? Complicado. El rechazo de media ciudadanía catalana hacia cualquier relación con España va a durar mucho. Quizás generaciones.

Efecto Trump. Este apenas empieza a asomar. Pero la idea de un oportunista de discurso incendiario y modos de patán como Donald Trump en la Casa Blanca sería la abrupta confirmación, en la primera potencia mundial, de la tendencia al alza de un populismo zafio y xenófobo en Occidente, con ultras como el austriaco Nobert Hofer peleando ayer mismo la presidencia de su país o Marine Le Pen apuntando al Elíseo, entre muchos otros.

¿Sería malo Trump para la economía? Si cumple lo que dice, sí; no solo porque es un proteccionista poco apto para la globalización, sino porque podría llevarnos a una desestabilización global mediante expulsiones masivas de inmigrantes o arrojando más gasolina sobre Oriente Medio. Por no decir que Wall Street desconfía del todo de su manejo de los asuntos financieros, en teoría punto a favor de un empresario exitoso (tampoco les hacía gracia el izquierdista Sanders, que propone desguazar los grandes bancos).

Una encuesta del FT ha confirmado esta semana que los lobbies se alejan de su tradicional cercanía a los republicanos y una mayoría preferiría ahora a Hillary Clinton. Hay una parte del establishment republicano que se desmarca de Trump, pero este también pesca votos en caladeros demócratas. Según se acerque noviembre, las encuestas podrían darle opciones reales de victoria. Algunos quieren creer que tras su retórica extremista asomará cierto pragmatismo, que de aquí al día de las votaciones su evolución discurrirá por el aggiornamento. No se atreverá a hacer lo que dice, es el lema del wishful thinking. Como hombre de negocios que es, no puede ir contra los intereses de las empresas. La historia está llena de ejemplos de los que sí se atrevieron a hacer lo que decían. Será difícil que lleguemos a verlo como un cordero en piel de lobo.

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Sobre la firma

Ricardo de Querol
Es subdirector de EL PAÍS. Ha sido director de 'Cinco Días' y de 'Tribuna de Salamanca'. Licenciado en Ciencias de la Información, ejerce el periodismo desde 1988. Trabajó en 'Ya' y 'Diario 16'. En EL PAÍS ha sido redactor jefe de Sociedad, 'Babelia' y la mesa digital, además de columnista. Autor de ‘La gran fragmentación’ (Arpa).

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