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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Otro escudo para el pequeño ahorrador

El esfuerzo comunitario por aumentar la protección del consumidor frente a los productos de inversión complejos –que dio lugar en 2007 a la Mifid 1, la directiva sobre mercados de instrumentos financieros– se ha intensificado tras la crisis. Aquella primera edición de la directiva europea obligaba ya a las entidades a someter al cliente a un test de conveniencia antes de la colocación de ese tipo de instrumentos. Pero como muchas normas jurídicas, la Mifid 1 ha ido generando dudas al aplicarse sobre el terreno, especialmente en un sector que evoluciona rápidamente y que diseña nuevos productos a medida que cambian las necesidades del mercado.

¿Qué clase de producto puede calificarse hoy como complejo? Acciones, fondos de inversión, deuda tradicional y algunos tipos de bonos estructurados no entran en esa categoría, pero la oferta no se agota ni mucho menos ahí. La irrupción de nuevos productos de diseño, esencialmente bonos y depósitos estructurados, que han venido a cubrir el hueco dejado por el hundimiento de los depósitos clásicos es un ejemplo de ello. Se trata de productos cuyo interés está ligado a la evolución de un índice o a una cesta de acciones y que se están colocando en avalancha, en muchos casos sin someter al cliente a ningún tipo de test de conveniencia, en un intento por ampliar la reducción de márgenes de negocio que ha generado la política de tipos cero.

La respuesta del supervisor europeo de los mercados (ESMA) ha sido publicar una directriz, asumida por la CNMV, que avanza parte del contenido de la directiva Mifid 2 –prevista para 2017 pero aplazada hasta 2018–, en la que se define con mayor claridad el concepto de producto complejo. Se trata de una vuelta de tuerca más para eliminar la dañina confusión –confusión en cuanto a riesgo y condiciones– que generan este tipo de instrumentos cuando se ofrecen a los pequeños inversores. Aunque no es ningún secreto que las normativas de protección del consumidor no son bien acogidas por la industria, los problemas que se han vivido en los últimos años en el sector financiero –es el caso del escándalo de las preferentes en España – deberían hacer reflexionar a las propias entidades sobre la relación coste-beneficio de un control más riguroso.

A lo largo de los últimos años el mercado ha conocido que el precio de comercializar indiscriminadamente productos de elevado riesgo se paga antes o después. Pero la crisis debería haber enseñado también una lección al pequeño inversor. Los clientes cuentan hoy con fuentes de información suficientes como para no contratar a ciegas ni colocar su dinero sin entender las condiciones. Ese nivel mínimo de responsabilidad, el mismo que se presupone al adquirir un automóvil o una vivienda, debe aplicarse a las decisiones de ahorro e inversión. En este, como en todo mercado, unos y otros tienen que asumir su responsabilidad.

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