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Los paros cardíacos matan cada año a 30.000 personas

Desfibrilador, el salvavidas más ausente

Solo cuatro comunidades regulan su instalación en espacios públicos

Thinkstock
Manuel G. Pascual

Los cinco primeros minutos tras un paro cardíaco son vitales para la supervivencia de quien lo sufre. Y por cada minuto adicional que pasa sin recibir ayuda hay un 10% menos de probabilidades de que salga con vida. La rapidez en la intervención puede significar en este caso la diferencia entre la vida y la muerte.

Si eso es así, en España somos especialmente lentos. La tasa de supervivencia a los paros cardíacos es del 4%, mientras que en EE UU es de casi el 50%. Los americanos no son biológicamente superiores ni más resistentes, simplemente cuentan con una presencia masiva de desfibriladores, concretamente de los modelos externos automáticos (DESA). Utilizar uno de ellos en los dos primeros minutos tras la parada incrementa las posibilidades de salir vivo en un 90%.

Estos aparatos requieren poca capacitación para su manejo. Algunos modelos incluso indican al usuario cuándo hay que separarse del paciente y pulsar el botón que activa la desfibrilación, además de mostrar los pasos a seguir durante todo el proceso.

Un mercado atomizado a la espera de un impulso normativo

Menos de una decena de operadores se reparten un mercado que en España, a diferencia de otros países europeos, todavía es relativamente pequeño. No es así en Francia o Escandinavia, donde la legislación es muy estricta.

Los principales clientes de las compañías del sector, como Siemens, Philips o Schiller, son empresas privadas, centros médicos e instituciones públicas. B+Safe, por ejemplo, factura unos cuatro millones de euros en el país, aunque la multinacional de la que forma parte el grupo, BST, mueve unos 40 millones en todo el mundo. Su producto estrella es el llamado desfibrilador operacional conectado (DOC). Este aparato avisa a urgencias mientras se está utilizando, aportando una ubicación exacta, y cuenta con un sistema de mantenimiento telemático. Función esta valiosa, ya que un desfibrilador sin batería no sirve de nada.

Pese a que está demostrado que los desfibriladores pueden ayudar a salvar vidas en casos de paradas cardiorrespiratorias –causadas en un 85% de los casos por la fibrilación ventricular– y a que todos los años mueren de esta forma más de 30.000 personas, la normativa española todavía no obliga a que los lugares públicos cuenten con aparatos DESA.

En 2009, el Gobierno sentó las bases para la regulación de la presencia de desfibriladores a través del Real Decreto 365/2009, por el cual se establecen las condiciones y requisitos mínimos de seguridad y calidad a la hora de utilizar estos equipos fuera del ámbito sanitario.

Imponer o no su uso es asunto de las regiones. Según un estudio de la compañía B+Safe, fabricante de estos instrumentos, solo cuatro comunidades autónomas (Cataluña, País Vasco, Andalucía y Canarias) han establecido la obligatoriedad de instalar estos equipos en los espacios públicos.

Aunque la legislación de cada una de estas regiones tiene sus peculiaridades, todas ellas lo consideran obligatorio en las poblaciones de más de 50.000 habitantes; en puntos públicos de mucho tránsito, como estaciones de tren o metro, y en instalaciones deportivas con más de 500 usuarios diarios. Hoteles, auditorios y otros tipos de instalaciones también entran en la lista de lugares que deben equiparse con desfibriladores.

“Pese a la ausencia de normativa, muchas empresas optan por instalar aparatos por propia iniciativa”, apunta Nuño Azcona, director general de B+Safe. No es raro verlos en aeropuertos y algunos centros comerciales, aunque su instalación es todavía completamente discrecional.

De la misma manera que todos los edificios deben contar con un detector de incendios, Azcona opina que también sería necesario que tuviesen un DESA. “El fuego mató el año pasado a 132 personas, mientras que las paradas cardiorrespiratorias se llevaron a 30.000”.

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Sobre la firma

Manuel G. Pascual
Es redactor de la sección de Tecnología. Sigue la actualidad de las grandes tecnológicas y las repercusiones de la era digital en la privacidad de los ciudadanos. Antes de incorporarse a EL PAÍS trabajó en Cinco Días y Retina.

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