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Tribuna
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Juegos de diplomacia

La vieja diplomacia de los intereses nunca ha casado demasiado bien con los intereses de la diplomacia. Diplomacia e intereses, conceptos entrelazados y hasta cierto punto tan sinónimos como significantes. España lo sabe bien. No son tiempos estos donde abunde la representatividad española en puestos de relevancia internacionales.

Hace solo unas semanas el ministro de economía español perdía la posibilidad de presidir el Eurogrupo. Posibilidad, término este no causal ni finalístico. Una probabilidad que se desvaneció frente al actual presidente y que optaba a una reelección anunciada desde hace más de un año. Quién definió, quién dijo alguna vez que existía esa posibilidad y hasta qué punto no fue un juego, una apuesta, o un mero brindis.

No cabe duda de la implicación del presidente español, pero no bastó. Se vendió un éxito que nunca fue, ni siquiera efímero. Se unió la candidatura a lo hecho y gestionado, impuesto, desde Bruselas para reconducir la situación económica y financiera de nuestro país en estos últimos años.

Se dijo que teníamos el apoyo de Alemania, del todopoderoso Schäuble y la votación arrojó un veredicto distinto. Se dijo igualmente que nunca nadie había copado una alta magistratura comunitaria contra el voto del país teutón y se dijo también que, a la primera, Grecia devolvió el boomerang a España y que su voto fue decisivo. Se insinuó en los medios lo reñida que fue la votación en primera ronda aunque unos y otros cambiaron las cifras a mera conveniencia. Y finalmente sucedió lo que sucedió. No sabemos si lo que tenía que suceder, pero lo que es, simplemente es.

Pronto saltaron las acusaciones. Los reproches. Las excusas, en suma, las culpas ajenas. El Gobierno censuró la actitud de los socialistas en un claro reproche hacia la familia socialista europea y de un modo indirecto, menos sutil pero diplomático, culpando a los socialistas francesas y a sus homónimos italianos.

No en vano un mes atrás en la visita de Estado a Francia este tema estuvo sobre la mesa. Y los socialistas no tardaron un minuto en evidenciar el poco o nulo peso que el gobierno español, en la figura de su presidente, tiene en la Unión. O dicho de otro modo, la palinodia costumbrista de siempre. Vacuidad, balones fuera, cinismo dosificado y aquí paz y después gloria.

Está claro que Rajoy no es Zapatero, ni Aznar ni menos González. Los dos últimos tuvieron sin duda más peso en Europa, máxime Felipe González y aquella sintonía primero con Kohl, luego con su compañero de filas pero no tan próximo Mitterrand. Pero eran tiempos de liderazgo, con un gran presidente de la Comisión, el único y último gran presidente de momento, Jacques Delors.

Rajoy aseveró que cuando llegó al gobierno el último sitial, en el BCE ya estaba decidido de antemano. Ahora no, pero se vendió imprudente e injustificadamente la piel antes siquiera de saber si el osezno sería. Simplemente sería. En medio de tribulaciones no hacer mudanzas. Máxima ignaciana y por tanto jesuítica. En medio de la zozobra helena, tierra de mitos, prescindir del holandés se antojaba harto difícil.

La diplomacia, más o menos vehemente, ha jugado su papel. Entre bambalinas. Como siempre. Sus vericuetos son como son. Y lo mejor lo que dijo De Guindos, que no seguiría de ministro.

La empresa privada le espera. De donde vino. Un ministro que dijo que el FROB/Sareb no costaría un euro a los españoles. Y le tocó gestionar una época turbulenta. Demasiado turbulenta donde no siempre hay recompensa o premio, o sitiales de oro.

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