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Columna
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La lección de Japón para la deuda China

Japón tiene una importante lección para China. Al igual que la República Popular hoy, se encontró con deudas fuera de control en la década de los noventa. La clave está en decir a los bancos cuyos préstamos van mal: si tiene que hacerlo, extienda –pero no simule–.

La primera parte de ese mensaje ya se está poniendo en práctica. Los reguladores chinos y el banco central sugirieron recientemente que los bancos deberían aumentar el crédito para los vehículos de financiación de los gobiernos locales en problemas si no pueden pagar intereses o la deuda principal. Es una reminiscencia de la experiencia japonesa. Después de que la burbuja de las acciones niponas y la propiedad se pinchara, las empresas redujeron su deuda. Pero el desapalancamiento se prolongó. Los bancos siguieron concediendo nuevos préstamos a prestatarios endeudados para que estos últimos pudieran seguir pagando los antiguos pasivos.

Hacer que la deuda fuera perenne no fue una mala estrategia en sí misma. Los precios de la propiedad comercial de Tokio a principios de 1993 se redujeron en un 22% desde su máximo dos años antes. Al igual que en China, la tierra era la principal garantía para los préstamos. Si los bancos hubieran obligado a las empresas a pagarles con la venta de tierras, una quinta parte del patrimonio neto del sector corporativo japonés en los noventa habría desaparecido en una noche. Incluso eso es una estimación conservadora, ya que los precios del suelo finalmente cayeron en un 80% en dos décadas. Si hubiera tenido que asumir todo el dolor de una vez, la prosperidad que la sociedad japonesa ha sabido conservar a pesar de una pérdida masiva de riqueza no podría haber continuado.

La falta de voluntad de los políticos nipones para asumir la realidad de sus bancos resultó muy perjudicial

Lo que resultó ser muy perjudicial en Japón fue la falta de voluntad de los políticos de aceptar la realidad de que sus bancos no tenían capital adecuado ni para apoyar un desapalancamiento suave. Aparentar fue mucho más pernicioso que alargar. Una caída del 56% en el índice Nikkei en tres años implicaba que los bancos sufrían enormes pérdidas en sus carteras a principios de 1993 y claramente les faltaba capital. Como resultado, desviaron los préstamos de las empresas más eficientes para mantener zombis a flote.

Esto llevó a una caída en el conjunto de la economía de la productividad y a dos décadas de crecimiento anémico. Ante la falta de inversión del sector privado, la producción y el empleo se volvieron demasiado dependientes del gasto público. La deuda pública se disparó. Una inyección puntual de dinero de los contribuyentes como capital lo habría evitado en gran parte. Pero Japón no dejó de enfrentarse al reto durante casi una década.

China se arriesga a ignorar la lección japonesa fingiendo. Se extiende la creencia de que en una economía en fuerte desaceleración donde Fitch calcula que el crédito total se ha disparado a 242% del PIB a finales de 2014, y donde los costes de interés este año ascenderían al 15% del PIB, solo el 1,4% de los préstamos bancarios hayan ido mal. Pero entonces, la cifra de morosidad no tiene sentido porque el 38% del riesgo de crédito en general reside fuera de los bancos, según el cálculo de Fitch. Que los préstamos con más riesgo se escondan en el sistema bancario en la sombra no significa que las pérdidas que se produzcan en ellos no vayan a encontrar su camino a los bancos.

Las entidades chinas tienen una ventaja. Muchas han incrementado su capital en el mercado para aumentar su capacidad de absorción de pérdidas. Pero podría ser más útil que, cuando las pérdidas lleguen, los prestatarios más eficientes no sean forzados a salir del mercado. China también podría tener que revisar la ley que impide a los bancos prestar más del 75% de su base de depósitos. Permitir que los zombis existan en lugar de muertes repentinas puede ayudar a minimizar el desempleo masivo y el malestar social, pero los sectores más productivos no deben asumir el coste.

Los puristas dirían que se extender es tan malo como fingir, ya que evita la destrucción creativa que podría permitir a la economía empezar de nuevo. Pero eso no es realista. Los políticos de Pekín repetirían claramente el malestar prolongado de los noventa en Japón en lugar de imitar las fuertes sacudidas de 1930 en Estados Unidos. Si China se apresurara a reconocer la frágil salud de su sistema financiero, incluso podría sacar a las entidades de allí mejor que Japón y evitar sus dos décadas perdidas.

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