_
_
_
_
_
El Foco
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

A cada uno lo suyo

Andrés Rábago, el Roto, publicó no hace tanto un hermoso y recomendable libro con el mismo título que ahora tomo prestado para este artículo. El genial dibujante/humorista/sociólogo escribió en el prólogo que “al repasar las viñetas seleccionadas e intentar darles una mínima estructura narrativa, apareció un mundo del que cabría sospechar su inminente destrucción y necesario renacimiento...” Era 2013 y ahora, dos años más tarde, rebus sic stantibus –estando así las cosas o estando como estaban– ignoro si a esa inquietud, a ese proceso de eventual catarsis que el Roto demanda hay que llamarle resurrección o, como se pide y se vocea desde muchos ámbitos, regeneración; en cualquier caso, lo que parece claro es que si nuestra vida en común, si nuestra moderna sociedad, quiere ser más justa y mejor, si olvidando su hiriente desigualdad, pretende perpetuarse en el tiempo (y esa es una muy humana vocación) precisa afianzarse en algunas bases que pareciéramos haber olvidado; al fin y al cabo, regenerar es facilitar la restauración y el desarrollo de los tejidos, de las instituciones que nos faltan, de las que hemos dejado consumirse o de aquellas que se encuentran gravemente corrompidas y enfermas, incluso desahuciadas. Y para hacer ese trabajo el tiempo se agota y las oportunidades escasean. Necesitamos una nueva narrativa que nos ayude a recrear una sociedad cuyos fundamentos morales se han hecho frágiles y en la que muchos de sus valores han perdido su significado.

Necesitamos una nueva narrativa para una sociedad cuyos fundamentos morales se han hecho frágiles

Hecha la reflexión, confieso que con inquietud intelectual y espíritu abierto, dispuesto a escuchar y a seguir alimentando el zurrón de mis cada vez más escasos saberes, asistí en Madrid en los primeros días de enero a un llamado encuentro entre el profesor Thomas Piketty y Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, también profesor de Economía, por cierto. El tema que nos reunía tenía gancho: “Capitalismo, crisis y desigualdad”. Lleno desbordante, éxito de convocatoria, caras conocidas, pocos empresarios, como siempre los inevitables tertulianos sabelotodo y gran expectación para ver de cerca a Piketty, autor del best-seller mundial El capitalismo del siglo XXI; y, además, un presentador/moderador, el periodista Javier Ruiz, que lo hizo muy bien y puso coto a los asistentes que en el coloquio pretenden dictar una lección magistral antes de hacer su pregunta. Sin duda, un acto de los que se recuerdan durante tiempo, con luces y sombras, eso sí, porque hay que darle a cada uno lo suyo.

Por ejemplo, y puedo asegurar que estuve muy atento, no escuche que esa tarde alguien hablase de corrupción. Ni Piketty ni Sánchez ni nadie de los que preguntaron, incluido el secretario general de la UGT. No hace falta recordar que la corrupción, que es origen y consecuencia de la desigualdad, es el problema que, tras el paro, más preocupa a los españoles. A lo mejor no era el foro ideal ni el momento, pero a los dirigentes político y sindicales da la impresión de que esa lacra no les inquieta demasiado y, como 2015 es año electoral, dan por descontado que con hacer propósito de enmienda y atiborrarnos con nuevas propuestas anticorrupción ya está todo hecho, y se equivocan. Y aunque en este encuentro se criticó de pasada el secreto bancario, tampoco se habló –ni una palabra, oye– de otra fuente de desigualdad, los paraísos fiscales, y eso que Gabriel Zucman, autor de la mejor investigación que he leído sobre el tema (La riqueza oculta de las naciones, 2014), es un estrecho colaborador de Piketty y un joven profesor capaz de hacer propuestas sencillas para poner fin a esa otra lacra, consentida por los políticos, de la que sobre todo se aprovechan las grandes fortunas y algunas multinacionales.

No podemos dejar que la educación se convierta en un privilegio sino que garantice la igualdad

La mayor desigualdad –y en ese punto todos parecemos estar de acuerdo– se encuentra en las cifras de paro que golpean y que hieren a España de forma inmisericorde, que no van a curarse solo con nuevos puestos de trabajo precarios pagados con salarios indignos. El secretario general del PSOE quiere un nuevo Estatuto de los Trabajadores que tenga cuerpo de ley y “alma de pacto”, una metáfora electoral para reivindicar el olvidado dialogo social. Piketty, que en este encuentro se elevó para referirse casi siempre a Europa, insistió en que las desigualdades extremas no son buenas para el crecimiento y en que es necesaria una fiscalidad progresiva sobre los grandes patrimonios que sirva para financiar infraestructuras y educación, por ejemplo; hay que cambiar las reglas porque “la eurozona no funciona” y es necesario que el gobierno europeo sea más democrático y equilibrado. No es suficiente con quejarse de Alemania, dice Piketty, “hay que hacer propuestas”, armonizarse fiscalmente y organizar sin demora la deuda pública de los países de la eurozona compartiendo un único tipo de interés; una solución que sería una gran ventaja para todos porque la deuda pública es algo demasiado importante para dejar su control en manos de los economistas. Piketty abogó por un cambio de las políticas económicas europeas y “me entristece que Europa espere siempre hasta el último momento para hacer algo; tenemos fuertes cimientos pero nos organizamos mal”. Y así nos va, claro: invertimos más en pagar los intereses de la deuda que en educación.

No invertimos en el futuro y “la inversión en la educación es la mejor forma de atacar las desigualdades”, dice Piketty. Y hay que estar de acuerdo. No podemos dejar que la educación se convierta en un privilegio sino que garantice la igualdad de los ciudadanos para fomentar su progreso y desarrollo. La educación es un bien común (ni público ni privado), esencial para que podamos ser libres en la sociedad que hemos elegido para vivir y para que podamos desempeñar nuestro trabajo en democracia promoviendo la razón, la cultura y la sociabilidad. La gran revolución no está en la economía ni es solo ética: tiene que hacerse en los colegios, en la formación profesional, en la universidad. Las escuelas y las familias tienen que ser la barbacana, la defensa avanzada frente a todos los ataques de una sociedad como la actual, irreverente y egoísta, que ha olvidado la cultura del esfuerzo y de la decencia y ha sacralizado el facilismo y el dinero. Liderar es también y sobre todo educar.

Juan José Almagro es doctor en Ciencias del Trabajo y abogado.

Newsletters

Inscríbete para recibir la información económica exclusiva y las noticias financieras más relevantes para ti
¡Apúntate!

Archivado En

_
_