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Columna
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Una buena actitud ante la deflación

Los expertos se equivocaron con 2014. Como señala Barclays en sus últimas previsiones globales para los inversores, el consenso a comienzos de año era que el crecimiento del PIB repuntaría bastante en las economías desarrolladas, la rentabilidad de la deuda pública subiría y los precios de las materias primas se mantendrían estables en niveles elevados. Mal, mal y mal.

Las predicciones son muy complicadas. Aun así, es difícil excusar este fracaso integral apelando al destino o la mala suerte. Parece que la mayoría de los economistas cometieron un error fundamental. Subestimaron el poder de una de las grandes fuerzas económicas de la época –la desinflación–.

En casi todas las economías desarrolladas, y en China, los precios y los salarios se han incrementado con menos rapidez de lo esperado durante varios años. En un sorprendente número de países, y ahora en una sorprendente lista de materias primas, los precios están cayendo.

Sin embargo, existe una duda importante sobre si la deflación es un efecto o una causa. Algunos lo ven como un síntoma del lento crecimiento del PIB y el elevado desempleo. Otros lo ven como una fuerza que reduce la rentabilidad de los bonos y ralentiza el crecimiento. La mayoría de los economistas están en el grupo anterior, pero creo que es mejor ver la desinflación como causa, algo así como una marea que gana impulso a medida que sube. Es por eso que los aumentos salariales y los precios se han vuelto cada vez más difíciles. A medida que la desinflación oscila, redefine la economía en formas que son en su mayoría inesperadas.

El mecanismo de transmisión puede ser algo así. Los salarios débiles reducen la demanda, y la perspectiva de unos precios débiles desalienta la contratación. Las bajas tasas de inflación empujan a los bancos centrales a políticas de estímulo, que deprimen la rentabilidad de los bonos. Y la tolerancia a la desinflación lleva a los productores de materias primas a mantener la producción, incluso cuando una menor demanda comienza a hacer caer los precios.

Los salarios débiles reducen la demanda y la perspectiva de unos precios bajos desalienta la contratación

Si funciona así, entonces es muy poco probable que el gigantesco nuevo proyecto de impresión de dinero del Banco de Japón y los programas prometidos por Mario Draghi en el Banco Central Europeo tengan un gran efecto de reactivación.

Por supuesto, incluso si la deflación es más causa que efecto, hay que empezar, sin embargo, por algún sitio. La política monetaria y las brechas de producción son los sospechosos habituales. Pero sería mejor señalar con el dedo a una profunda y casi irreversible tendencia social: la demografía. La desinflación se alimenta por fuerzas de trabajo estables o en declive y las cifras en descenso de jóvenes.

En términos cuantitativos, cada año una cantidad relativamente grande de la generación de los sexagenarios pasa de sus ganancias máximas a una renta de jubilación mucho más reducida, mientras que una generación más pequeña comienza a trabajar con un salario más bajo. En términos cualitativos, los mayores son más cautos que los jóvenes, más propensos a los ingresos fijos y menos dispuestos a la financiación. A medida que la sociedad envejece, es más reacia a la inflación.

Las tendencias demográficas podrían hacer que la desinflación fuera algo demasiado abrumador contra lo que luchar. El gran salto de las autoridades es repensar su horror a la disminución suave de salarios y precios. En realidad no hay mucho que temer. Trabajadores, consumidores, empresas e inversores no son estúpidos. Pueden ajustarse fácilmente a un nuevo, pero básicamente estable, orden monetario.

Los banqueros centrales tampoco son tontos. Cuando advierten sobre la deflación, en su mayor parte están realmente preocupados por un problema diferente pero relacionado: los niveles excesivos de apalancamiento en muchas economías. La deflación aumenta automáticamente la ratio de deuda sobre el PIB, mientras que la inflación suave la erosiona.

Tras años de expansión de deuda sin sentido, la tasa de inflación del 2% considerada en la actualidad óptima por las autoridades es demasiado baja para ser realmente de mucha ayuda. Los banqueros centrales y sus jefes políticos tendrán que encontrar la forma de hacer frente a la deuda sin reducirla inflando salarios y precios. Mientras tanto, una evaluación más realista y menos temerosa de la marea de la desinflación conduciría a mejores predicciones, políticas monetarias y fiscales más adecuadas –y a una economía más sana–.

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