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El Foco
Tribuna
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Otras claves de la cuestión catalana

Como es sabido, la formación de los Estados-nación atraviesa en Europa un largo recorrido de idas y venidas en dos siglos decisivos, el siglo XVIII y el XIX, por más que en la primera mitad del siglo XX se moverán los hilos y las dos Guerras Mundiales fijarán las líneas fronterizas que nuevamente la perestroika modificará décadas después. Precisamente España, tan atrasada en otras cosas, acredita e inicia con los Reyes Católicos una conciencia de unión de reinos, de nacionalidad y destino propio mucho antes que la mayoría de los Estados europeos. Sin embargo, y tras algunas vicisitudes en los siglos posteriores, cabe pensar que los años de dictadura franquista, que fueron una mordaza política y cultural para todo el país, supusieron además para algunas comunidades una dolorosa negación de su lengua y acervo tradicional, lo que mantuvo larvada su identidad diferencial para dotarla después de una épica más marcada y reivindicativa.

Cataluña, por su situación geográfica fronteriza y su recorrido histórico, ha estado casi siempre (desde la unión de los Reyes Católicos y con el intervalo de 12 años, de 1640 a 1652, en los que una parte de Cataluña –no Tarragona– se separó de la monarquía española para incorporarse a Francia) formando parte de España pero también, en alguna medida, separada del resto del país. Quizás sea esa una de las razones por las que ha sabido conservar en grado mayor que otras regiones elementos identitarios muy consolidados y una cultura en lengua catalana con raigambre y creadores de gran valía. Pero nada impide que cualquier manifestación popular, costumbre o uso propio y, desde luego, la lengua y la cultura, tenga lugar y se desarrolle con absoluta libertad en el marco de un sistema federal-democrático, de convivencia con el resto de comunidades del Estado; es más bien lo contrario.

El sentido de la historia no se para, aunque a veces haga largos bucles involutivos, y hoy no son entendibles la mayoría de los supuestos iniciáticos del separatismo vasco y catalán, así como el catecismo político de sus padres fundadores, Sabino Arana o Francesc Macià, cuyo ideario puesto en limpio sería objeto de más de un sonrojo. El racord de la historia, la universalidad de las comunicaciones y la globalización de los mercados, la libre circulación de capitales y el mestizaje étnico y sociocultural, fruto de los movimientos migratorios característico de las grandes ciudades europeas en las últimas décadas, hacen especialmente poco razonables y en contra del statu quo las demandas de secesionismo dentro de Estados consolidados históricamente.

Las reivindicaciones separatistas estarían siendo conducidas y alimentadas por la clase política autóctona, interesada en capitalizar la bandera nacionalista como argumento diferencial en las urnas. La inmersión lingüista, junto a la habilidad para culpabilizar al centralismo de todos los males, positivando sin embargo las adhesiones puntuales y las políticas posibilistas, ha calado como la lluvia fina. Desde la transición, han sabido así atraerse a amplias capas de las nuevas generaciones de catalanes, descendientes de aquellos que llegaron de aluvión en los años del desarrollismo franquista y, por supuesto, a la ya integrada emigración industrial a Cataluña de finales del siglo XIX y principios del XX.

Según lo dicho, consciente hoy de la amplitud geográfica e integración política de los mercados, el empresariado catalán con vectores de crecimiento y expansión exterior no tendría objetivamente razones de asentimiento a posiciones de independentismo, como así es. Entonces, ¿qué grupos económicos pueden estar interesados en alimentar un movimiento de secesión, aparentemente fuera de toda lógica política, económica e histórica? La propia historia demuestra que es muy difícil que un movimiento ciudadano de esta envergadura, por mucho sentimiento que arrastre, deje de tener detrás el aliento y el patrocinio de algún interés de poder, actual o emergente, económico o político, que trataría de mantener viva la pulsión soberanista, incluso acrecentando sus motivos.

Las autonomías han ido conformando, con muy diferentes modulaciones según las comunidades, una élite local –heredera de blasón financiero o de nuevo cuño– aliada del poder político, modernizada en personajes, formas y actitudes, pero no muy diferente en sustancia de los años del Ancien Régime; y saben que para conservar sus privilegios e influencia social necesitan tener el control pleno del esqueletaje institucional.

Los agravios pueden airearse hoy con especial virulencia a causa de la situación económica que viven las familias y el déficit cuantioso de las arcas de la Generalitat, sin entrar a discutir la veracidad de las cifras o el porcentaje de solidaridad asumible con las comunidades más desfavorecidas. En este oscuro panorama se ha despertado un mañana mejor, lleno de esperanzas y bienestar gracias a la Administración, supuestamente más eficaz, de los propios recursos. El nacionalismo ha escalado posiciones en Cataluña porque ha sabido convencer a los ciudadanos para que sientan este como una reivindicación de derechos personales no cumplidos, y se ha preparado el terreno durante años para que cualquier argumento expuesto desde el Estado central tenga pocas posibilidades de admitirse.

Pero digámoslo claro, detrás de la senyera se esconden los intereses de una nueva oligarquía económica que se ha ido creando e instalando en el poder en este tiempo. Por un lado, está la nueva clase política surgida del propio Estado autonómico, que por sus influencias e intermediaciones se incorpora a esa élite, cuando no viene directamente de ella, junto a la aristocracia local y a la burguesía histórica tradicional, tanto urbana como rural. Estas élites, tradicionalmente cercanas al poder, se han ido completando con altos funcionarios de la Administración, profesionales liberales de éxito, pequeños empresarios y asociaciones de botiguers. Naturalmente, estas sagas y los herederos políticos criados en su cuna necesitan operar sin estorbos, y para ello el control político doméstico es insuficiente. La independencia institucional plena les garantizaría inmunidad e impunidad casi ilimitada, como a sus hermanos mayores en Madrid. Bien es cierto que, en este recorrido, se quedarían fuera de la UE y sin el apoyo de las grandes empresas catalanas que dependen decisivamente del mercado español y del exterior, y que pueden pagar muy cara esta jugada.

Más curiosa resultaría la posición de un republicanismo de izquierdas que aparca el internacionalismo y la solidaridad entre los pueblos en una unión contra natura con la derecha oligárquica, que saltará por los aires en cuanto entren en juego los intereses de clase. La izquierda republicana se ha agarrado a las riendas de un caballo al que las encuestas dan ganador, conscientes de que es su gran oportunidad, su más claro y mejor argumento para conseguir votos, quizá con la ilusión de que, desde el poder, podrán cumplir objetivos más propios de su denominación de origen.

 Pedro Díaz Cepero es sociólogo y escritor

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