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Tribuna
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El consumidor hipotecario, ¿víctima de su imprudencia?

La reciente Sentencia del Tribunal Supremo 241/2013 de 9 de mayo de 2013 anuló las polémicas “cláusulas suelo” de determinados préstamos hipotecarios a consumidores, por considerar que no se habían incluido en los contratos con la transparencia debida.

 Para el lector que no las conozca, las “cláusulas suelo” son unas condiciones que se han venido introduciendo por defecto en muchos préstamos hipotecarios a interés variable y que suponen una cobertura del riesgo financiero para el banco, de modo que si el EURIBOR (tipo de interés referencia) se situase por debajo de un determinado valor, éste actuaría como límite inferior (como “suelo”) a dicha bajada, convirtiendo el tipo nominalmente variable al alza y a la baja, en fijo, variable exclusivamente al alza. Esto provocaría que el consumidor, desconocedor de las vicisitudes del mercado interbancario, viera frustradas de modo ilegítimo sus expectativas de un juego equitativo en la variación de los tipos de interés de referencia.

Pues bien, en la citada sentencia, el Supremo anula dichas cláusulas en préstamos hipotecarios emitidos por tres bancos españoles de referencia, y lo hace porque considera que se han incorporado a los préstamos sin pasar el control de transparencia que exigen las leyes de defensa de consumidores y usuarios. En definitiva, con este fallo el Supremo protege al consumidor hipotecario que se encuentra con unas cláusulas supuestamente inesperadas.

La falta de transparencia es un criterio que maneja la legislación en defensa de consumidores y usuarios y, aunque jurídicamente se ha venido considerando de este modo, resulta llamativo que se aplique para defender los intereses de compradores de inmuebles, que podrían considerarse más como bienes de inversión que de consumo. Intuitivamente, una relación de consumo consiste en el disfrute de un bien o servicio, que por lo general implica su agotamiento. Una relación de inversión, sin embargo, sí que incorpora elementos tales como el mantenimiento de un valor o la obtención de beneficios futuros por la venta de un bien, aspectos que suele considerar el hipotecante al adquirir el inmueble. Disfrutar de un inmueble –vivir en él–, contiene por tanto una doble relación consumo-inversión, siendo este último aspecto en muchos casos incluso el detonante de la decisión, sobre todo en la España del “boom inmobiliario” de los años anteriores al 2008. Es más, si se adquiriese el inmueble con fines meramente especulativos, ¿cabría esta tutela de los derechos de los consumidores? Esta característica “mixta”, inherente a los inmuebles en general, junto con la elevadísima entidad de algunas hipotecas suscritas (hablamos de préstamos cercanos al medio millón de euros), hace que, hasta cierto punto, sorprenda que se pueda alegar falta de transparencia a la hora de concertar dichos préstamos (especialmente cuando lo que se pretende anular en un contrato de préstamo forma parte precisamente de la determinación de la contraprestación principal, siendo los intereses en un contrato de préstamo el precio que se paga).

El inversor inmobiliario que se financie, obligándose casi de por vida, según nuestro entender, debe tener una actitud algo más activa, o al menos conocer las condiciones en las que se redacta su préstamo. No es lo mismo comprar un televisor a plazos que comprar un piso. En nuestro país es una conducta “casi” común la de autogestionar la adquisición de préstamos hipotecarios, confiando generalmente en que todo irá bien o, al menos, en el empleado de la sucursal, con el que suele haber una breve relación previa de cierta confianza. Esta situación no se produce en todos los países de nuestro entorno, donde los hipotecantes no se conforman simplemente con confiar en su interlocutor sino que, al igual que suelen hacer muchas empresas a la hora de financiarse, encargan la revisión de los contratos de préstamo a un especialista antes de firmarlos, lo que les permite tener un control completo de la situación.

Desde nuestra perspectiva, la conducta del “consumidor” en estos casos es hasta cierto punto también criticable; prueba de ello es la misma sentencia del Supremo que ha necesitado de casi 140 folios de argumentación para llegar al fallo deseado. Comprendemos que el consejo de un especialista normalmente implica un coste adicional, por lo que muchos son reacios a asumirlo. Sin embargo es un coste siempre infinitamente menor que las enormes cantidades abonadas a las promotoras o los importes asumidos en calidad de crédito hipotecario.

Stefan Meyer es Abogado & Rechtsanwalt Monereo Meyer Marinel-lo Abogados

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