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El Foco
Tribuna
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Sospecha y asedio en la auditoría

La auditoría, pública y privada, se basa en la buena reputación del organismo evaluador. El autor aclara el porqué de la actual falta de confianza hacia ella y cómo recuperarla.

Se supone que la ejecución de una auditoria profesional por auditores privados, o una fiscalización por auditores públicos de los Órganos Oficiales de Control del Estado, se ajusta a determinadas políticas de actuación. Es lo que, en ambas categorías de profesionales, se denominan normas. Se refieren estas tanto a la propia persona del auditor y sus cualificaciones de formación académica y de experiencia, como a la manera como debe desarrollar su trabajo y, esto es críticamente importante, a la forma a que deben ajustarse los informes de auditoría o fiscalización que se emitan. La norma reina de la profesión del auditor, privado o público, es la independencia, cuya definición y aplicación se ha prestado, en la práctica de la realpolitik profesional, a todo tipo de controversias y manipulaciones interesadas, sobre todo cuando se pretende enjuiciar la actuación de los auditores del Estado, que no logran sustraerse al prejuicio de los ciudadanos, conocedores de que quienes les colocaron a cargo de la fiscalización de los recursos públicos son los propios políticos, cuya gestión deben evaluar. Se ha dicho que a la profesión de auditoría le cabe la poco honrosa distinción de ser medida solo por los errores que comete. Y si el mantenimiento del componente reputación es fundamental en el ambiente corporativo –sin excluir a las instituciones del Estado y sus gestores públicos– se puede asegurar que ese componente es, quizás, el único activo real que poseen las empresas de auditoría y los órganos contralores del Estado. La reputación se pierde, en ambos colectivos, por cumplimiento indigno con las políticas y normas profesionales.

Está bastante extendida la idea de que quienes ejercen la auditoria o la fiscalización se exponen al riesgo de sucumbir ante la presión de sus clientes o de los políticos que los ubicaron estratégicamente en las posiciones que ocupan en la administración del Estado. En el caso del primer colectivo, la factura por servicios a los grandes conglomerados corporativos trasnacionales es demasiado substanciosa como para no causar pánico su pérdida en la cuenta de resultados de la, también trasnacional, empresa auditora. Además, siempre ha resultado difícil para la opinión pública no creer que algún tipo de responsabilidad culposa atañe a la profesión auditora o fiscalizadora cuando ocurren desastres financieros, por fraude o manipulaciones contables dolosas de sus clientes sin que se hubiesen descubierto o anticipado por los auditores actuantes. En el caso de las entidades públicas, que los informes de fiscalización se finalicen con dos, tres o más años de atraso y, con desgraciada frecuencia, según se comenta en los medios, después de haber sometido el informe original de los técnicos a retoques cosméticos, y hasta a vulgares supresiones de nombres y situaciones puntuales, por compromiso político de la cúpula controladora.

A la profesión de auditoría le cabe la poco honrosa distinción de ser medida solo por los errores que comete

Los desmanes ensayados (y condonados por auditores corruptos, que también afloran de vez en cuando en esta profesión) por una cohorte de empresas ética y socialmente irresponsables, apoyados por experimentos de ingeniería contable, contabilidad creativa, contabilidad agresiva y demás políticas contable-financieras rocambolescas sirvieron de disfraz progresista y novedoso a la pléyade de situaciones corporativas, en América y Europa que, en buen romance, deben denominarse, simplemente, fraude y delincuencia financiera. La connivencia activa con los defraudadores y ladrones corporativos en unos casos, la tolerancia y dolce far niente en otros, la negligencia e irresponsabilidad profesional en la mayoría, que significó la inobservancia de normas y procedimientos establecidos y la quiebra de las políticas de auditoría auto impuestas por la propia profesión, puso ante la picota pública a la tradicionalmente honorable actividad del auditor. Y fue así como irrumpieron, entre otros tantos en América, los infames episodios de la ENRON, y de la WorldCom, acompañados también de alguno europeo, como Parmalat, Fininvest, All Iberian. Desmanes corporativos y manipulaciones fraudulentas y sistemáticas de corte contable-financiero, con la aparente complicidad de sus auditores, que dieron como resultado la condena y prisión de ejecutivos de élite y la caída y desaparición de una de las más prestigiosas firmas de auditoría de todos los tiempos.

Con estos antecedentes, la reflexión de que “no te puedes fiar de los auditores”, cruzó como un latigazo por la mente de los empresarios decentes y de unos ciudadanos, confundidos y perplejos, que no daban crédito a las noticias de fraude corporativo que se sucedían en los medios de comunicación de todo color. El aterrador panorama descrito representa apenas una instantánea de la quiebra de las políticas de auditoría –y de naturaleza ética– que se sucedieron en la era de la burbuja de los financieramente turbulentos años 90. Hasta que, por fin, ante el clamor generalizado, parlamentos y gobiernos de países poderosos decidieron intervenir para proteger al inversionista honrado y reordenar de paso la praxis de la profesión de auditoría, final de esta fascinante historia, que queda para otra oportunidad. La auditoría –acuñamos por nuestra parte– ha dejado de ser propiedad de los auditores.

“Los desmanes ensayados (...) deben denominarse fraude y delincuencia financiera”

Y en cuanto a la actuación de los Órganos Oficiales de Control del Estado, a nivel nacional y regional, ¿a qué esperan nuestros legisladores? No para suprimirlos –como con irresponsabilidad e ignorancia supina se sugirió recientemente por alguien con elevadas responsabilidades de gobierno–, sino para reestructurar profundamente su organización administrativa y técnica, cambiando, incluso, su denominación. Para reducir drásticamente, o eliminar, la costosa burocracia política que representa la colegiatura de dirección, en la mayoría de ellos. Para colocar al frente de los mismos no a fichas políticas afines, sino a directivos apolíticos y competentes en diversos campos profesionales. Para reorientar la filosofía y procedimientos de fiscalización, situándola a la altura de los mejores órganos controladores del mundo, que sabemos cuáles son y dónde están. Para invertir en la capacitación superior diversificada de sus técnicos. Para respetar la objetividad e integridad técnica de los informes producidos por ellos. Para cumplir con la obligación de informar oportuna y puntualmente al Parlamento, al Ejecutivo y a la ciudadanía. Y para, en fin, dotarlos, sin recurrir a hipócritas artimañas de austeridad, de un presupuesto de operación digno que les permita cumplir honorablemente con los nuevos objetivos señalados, como corresponde a un Estado democrático que quiere ser moderno.

Ángel González-Malaxetxebarria es especialista Internacional en Gobernabilidad, Gestión Financiera y Auditoría.

Ante el clamor generalizado se decidió intervenir para proteger al inversionista y reordenar la praxis auditora

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