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El Foco
Columna
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La 'Cassis' de Dijon y el mercado único

El Gobierno prepara una Ley de Garantía de la Unidad de Mercado. El autor cree que con ella se salvarán las trabas autonómicas a las empresas para el libre comercio de sus productos

Para la creación del Mercado Común, el Tratado de Roma estableció la supresión no sólo de los aranceles y cupos a los intercambios entre los Estados miembros sino también la de las más sutiles barreras de cualquier otro tipo, denominadas "medidas de efecto equivalente a restricciones cuantitativas". Sin embargo, permitió ciertas excepciones a esta última prohibición en virtud de las cuales, los Estados miembros podían adoptar reglamentaciones nacionales que impidieran o dificultaran la comercialización de mercancías procedentes de otros Estados miembros si estaban fundadas en determinadas razones de interés general taxativamente enumeradas: orden público, moralidad y seguridad pública, protección de la salud o del patrimonio histórico, etcétera. Al amparo de esta excepción, todos los Estados miembros mantuvieron o dictaron normas nacionales que dificultaban el comercio intracomunitario sin respetar siempre las condiciones, impuestas por el mismo tratado, de que no constituyeran una discriminación arbitraria o una restricción encubierta a los intercambios.

Ya en 1970 la Comisión Europea (CE) trató de atajar la proliferación de estas medidas con una directiva que las identificaba y desentrañaba. En 1974 el Tribunal de Justicia comunitario formuló una amplia definición de las medidas prohibidas: todas las que actual o potencialmente sean susceptibles de entorpecer, directa o indirectamente, los intercambios entre los Estados miembros. Pero el problema no acababa de resolverse, porque los Estados invocaban la defensa de los más variados intereses generales para mantener las más variopintas reglamentaciones que dificultaban, sin razón, la consecución del mercado único comunitario.

Una de estas reglamentaciones era la norma alemana que no permitía comercializar en la República Federal ningún licor para consumo humano con una graduación inferior (han leído bien) a los veinticinco grados, so pretexto de que con ello se protegía la salud humana (prevención del alcoholismo evitando su banalización) y se impedía que los consumidores fueran defraudados con bebidas de escasa graduación alcohólica. El licor de Cassis de Dijon, elaborado en Francia, apenas alcanzaba los quince grados y, consecuentemente, no podía ser comercializado en Alemania como licor.

En una sentencia histórica de 1979 el Tribunal de Luxemburgo deja sentado el principio de que todo producto legalmente fabricado y comercializado en un Estado miembro debe ser, en principio, admitido en el mercado de cualquier otro Estado miembro. Digamos, simplificando algo las cosas, que con este pronunciamiento quedaban sentadas las bases definitivas del mercado único europeo y, ciertamente, a partir de entonces los obstáculos normativos y administrativos a los intercambios desaparecieron casi por completo.

Estas cosas las aprendí yo de joven y mientras trabajaba como funcionario en el equipo que negoció la adhesión de España a la Comunidad Europea. Grande fue mi sorpresa cuando años después, trabajando ya en el sector privado, comencé a oír las primeras quejas -concretamente en la Junta Directiva del Círculo de Empresarios- sobre los obstáculos que las distintas reglamentaciones de las Comunidades Autónomas constituían para que las empresas pudieran comercializar sus productos y servicios en todo el territorio español. ¿Será posible -me preguntaba¬- que lo que se consiguió integrando varios mercados nacionales en un mercado único europeo se desintegre ahora en el mercado nacional? Los casos de las empresas -españolas y extranjeras- que tienen que adaptar la presentación de sus bienes y servicios, y de sus políticas de ventas en España, en función de la Comunidad Autónoma de destino, confirman que, increíblemente, es así. El resultado es que se frustran las ventajas que podrían producir las economías de escala, se malgastan recursos y se desincentiva la inversión extranjera. Las soluciones hasta ahora al alcance de los particulares (esencialmente, la impugnación administrativa y judicial de tales reglamentaciones) son lentas e insatisfactorias y no acaban de despejar la inseguridad jurídica.

Urgía, pues, una norma estatal como la que contempla el informe sobre el anteproyecto de Ley de Garantía de la Unidad de Mercado, presentado al Consejo de Ministros el pasado día 25, y cuya memoria estima en 1.500 millones de euros al año (un 1,52% del PIB en diez años) los beneficios que se esperan de su aplicación, traducidos en un no despreciable incremento de la competitividad.

El punto central de la ley es el viejo principio de la jurisprudencia Cassis de Dijon: todo producto o servicio legalmente comercializado en una Comunidad Autónoma debe ser, en principio, admitido en cualquier otra.

La ley en introduciría, además, si llega a ser aprobada, un original y, en mi opinión, muy acertado mecanismo expeditivo de remoción de las barreras dentro del mercado nacional: la futura Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) será competente para recibir denuncias de los particulares contra un acto o sanción administrativa que implique un obstáculo a la libre circulación de bienes o servicios. Y deberá, en el plazo de cinco días, decidir si las admite a trámite. Si lo hace, la propia CNMC -y no el particular- interpondrá el correspondiente recurso judicial, "lo que podrá significar la suspensión automática del acto recurrido".

De lo que ha trascendido de este anteproyecto en ciernes parece que la CNMC podría impugnar no sólo actos y sanciones individuales sino también disposiciones de carácter general mediante un recurso especialmente rápido (sumario) ante la Audiencia Nacional, cuyo planteamiento suspendería de manera cautelar la aplicación del acto o disposición impugnados. Y, además, la denuncia ante la CNMC podría hacerla cualquier persona sin demostrar ningún interés particular.

A reserva de cómo se concrete el funcionamiento de este novedoso mecanismo, y con el vivo deseo de que la CNMC vea pronto la luz bajo una forma que garantice tanto su eficacia como su independencia, es indudable que el anteproyecto de ley viene a satisfacer una clamorosa exigencia del mundo empresarial. Y del sentido común.

Santiago Martínez Lage es socio director de Martínez Lage, Allendesalazar & Brokelmann, Abogados y socio del Círculo de Empresarios

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