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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una reforma educativa vital para el futuro

A escasas horas de la aprobación de la nueva reforma educativa -el Gobierno prevé dar el visto bueno este viernes al proyecto de ley elaborado por el ministro José Ignacio Wert-, la OCDE ha vuelto a poner en flagrante evidencia las abundantes goteras de nuestro sistema de enseñanza y su repercusión en el mercado laboral. Según el último análisis sobre educación del organismo, España ostenta el quinto lugar en la clasificación de naciones con mayor número de jóvenes nini, es decir, aquellos que ni estudian ni trabajan. Mientras que en los 33 países analizados la crisis ha elevado en 2,1 puntos la media de jóvenes en esa situación, en nuestro país la cifra se ha disparado en unos escalofriantes 7 puntos. El estudio recoge datos ampliamente conocidos, pero cuya gravedad es profunda, innegable y demoledora. Es el caso de la brecha entre nuestro porcentaje de titulados de Formación Profesional -un escaso 28%- frente al 38% de media en la OCDE o el 44% en la UE-21; de la virulencia con que el desempleo golpea a los jóvenes que solo tienen estudios primarios -que soportan un paro de más del 25%- o del pobre 57% de españoles que consigue terminar su formación en el plazo oficial frente a un 70% en la OCDE.

Es cierto que no todos los indicadores del informe son negativos. Pero no hace falta un análisis demasiado exhaustivo para detectar que incluso en aquellos ámbitos en los que España sale razonablemente bien parada se oculta un arma de doble filo. Nuestro porcentaje de jóvenes con estudios universitarios, por ejemplo, es ligeramente superior a la media del resto de naciones analizadas, pero un elevadísimo porcentaje -un 44% antes de la crisis- tiene un empleo muy por debajo de su nivel formativo. También tenemos el mayor porcentaje de escolarización en niños menores de dos años de toda la OCDE. Una circunstancia en apariencia positiva, pero que pierde brillo cuando se tiene en cuenta que ello se debe a las escasas facilidades de conciliación que las madres trabajadoras tienen en España y no a una supuesta y meritoria conquista educativa.

Frente a las críticas y protestas por los recortes en la enseñanza, el Ejecutivo ha recordado otros dos ratios en los que España aventaja al resto de los países: el del gasto público por alumno y el del número de docentes por estudiante. Dos buenos datos que al mismo tiempo revelan la histórica y casi endémica ineficacia de nuestro país a la hora de traducir en resultados palpables los fondos destinados a la educación. La reforma que prepara el Gobierno está dirigida, a priori, a solventar algunas de estas deficiencias. Desde la Secretaría de Estado de Educación se resaltaba ayer que entre las novedades de la futura ley se incluye la realización de pruebas estándar al finalizar cada ciclo educativo -primaria, secundaria y bachillerato- para mejorar el pobre papel que España realiza periódicamente en los resultados del informe PISA. La meta es conseguir una puntuación que nos equipare a países como Alemania, Francia o Reino Unido. Un objetivo importante, sin duda, como también lo es el tratar de igualarse a esas mismas naciones -especialmente a Alemania- en la adecuación de nuestro sistema educativo a las necesidades de las empresas, dos planos que en España continúan profunda e inexplicablemente separados.

Entre las asignaturas más urgentes que nuestro país tiene pendientes figura la mejora en la calidad y la oferta de la Formación Profesional, la reimplantación de la cultura del esfuerzo y de la sana competencia en las aulas, la revalorización del papel social del profesorado y un rediseño del itinerario educativo que tenga en cuenta las necesidades de un mercado laboral en el que la competencia y la exigencia son cada vez mayores. Se trata de una tarea hercúlea, cuyos resultados no se percibirán a corto plazo, pero cuya trascendencia para nuestro país y para la recuperación de nuestra economía es enorme.

Por todo ello, la tramitación del proyecto de ley de reforma educativa debe echar a andar con el mayor consenso, sin apriorismos y con la menor instrumentación política posibles, en un clima de diálogo en el que no debe faltar la crítica constructiva, pero tampoco la sincera voluntad de mejorar un ámbito del que depende en gran medida el futuro de España.

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