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El foco
Tribuna
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Una oportunidad perdida

El autor analiza de forma crítica el anteproyecto de ley que integrará los organismos supervisores bajo una sola institución y reclama un debate pausado sobre los distintos modelos alternativos

El Gobierno justifica la integración de todas aquellas entidades que se denominan conjuntamente como "organismos supervisores" en tres razones principales: austeridad, seguridad jurídica y calidad supervisora.

Asumo que su decisión, crucial para la credibilidad del sistema español de competencia y regulación, no se adopta principalmente por razones económicas por lo que, basándome en el texto del Anteproyecto de Ley de Creación de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (anteproyecto), comentaré solo los dos últimos aspectos.

Solo Holanda combina en una misma institución la multirregulación sectorial y la aplicación de las normas de competencia. Lo hace de forma parcial (se limita a energía y transporte) y con matices importantes, porque la organización y funcionamiento de la autoridad holandesa se parece poco o nada a lo que se vislumbra en el anteproyecto.

A diferencia de Holanda el Anteproyecto español combina en una misma institución la regulación de sectores de redes como la energía, transporte ferroviario y las telecomunicaciones con otros muy diferentes como el juego; se trocean, sin mucha discusión, las competencias de los órganos existentes devolviendo competencias al Gobierno que asumirá, además, todas aquellas no específicamente atribuidas al nuevo órgano; y, en mi opinión el aspecto más problemático, se combina la tarea regulatoria con la de aplicación de las normas de competencia.

Por eso, realmente este anteproyecto es novedoso, revolucionario acaso. Y es de esperar que la Comisión Europea tenga alguna opinión y el Gobierno se haya preocupado de asegurarse su respaldo dado que ni la designación de la autoridad de competencia encargada de la aplicación de las normas comunitarias ni el diseño de los órganos reguladores son materias exclusivas de derecho nacional.

En todo caso, este anteproyecto ha sido una oportunidad perdida (no es la primera vez) para tratar abiertamente qué sectores deben ser regulados, en qué condiciones y con qué objetivos. Ha primado la cuestión puramente institucional. De hecho en el Anteproyecto subyace una idea de que el objetivo de la regulación no es más que un estado transitorio y previo a la inevitable situación de competencia de los mercados regulados: esta idea parece ser la justificación para la amalgama de facultades en un mismo órgano, sin tener en consideración los rasgos propios de cada sector o mercado.

Sin embargo, lo cierto es que en España tenemos sectores regulados por razones que nada tienen que ver con objetivos regulatorios razonables y mucho menos con la promoción de la competencia (el butano es un buen ejemplo). Tampoco es del todo cierto que los mecanismos regulatorios tengan como objetivo único o primordial la competencia efectiva (pueden tener otros) o que exista siquiera consenso sobre qué grado de competencia deba pretenderse.

Ello ocurre en regulaciones de industrias de red en las que son frecuentes los conflictos sobre los objetivos y el grado de competencia que se pretende con diversas medidas regulatorias. Por ejemplo, la Comisión Europea reprocha a la CMT considerar suficientemente el interés de los consumidores españoles en la fijación del periodo de ajuste de los precios de terminación en las redes de los operadores móviles.

En fin, sobre todo, existen muchos mercados (aquellos en los que se dan fallos de mercado endógenos, sean condiciones de monopolio natural, externalidades o asimetrías informativas) que precisan de regulación estable con independencia de que pueda existir competencia. Por ejemplo, salvo que existan cambios tecnológicos profundos será siempre necesario regular las condiciones de acceso a determinadas redes para evitar precios excesivos de acceso o conductas discriminatorias.

Por lo tanto, es errónea la idea que refleja el anteproyecto en cuanto a una relación natural entre regulación y competencia (que se refiere al cabo a los fallos de mercado exógenos, como son las conductas de las empresas). Lo que explica su error al calificar las decisiones regulatorias y de competencia como elementos susceptibles de generar inseguridad jurídica y cuya eliminación justifica la combinación de la actual CNC con los órganos reguladores.

En efecto, los conflictos entre cuestiones regulatorias y de aplicación de las normas de competencia son inherentes a la naturaleza y objetivos de este tipo de normas. Las normas reguladoras prescriben conductas mientras que las normas de competencia prohíben conductas que tengan un objeto o efecto restrictivo en la competencia.

No hay conflicto alguno pues sus ámbitos de actuación son distintos como refleja perfectamente la jurisprudencia comunitaria y del Tribunal Supremo y en ningún caso existe inseguridad jurídica al respecto. Una empresa regulada podrá ser considerada responsable de infringir las normas de competencia excepto si la norma reguladora la obliga a adoptar un comportamiento contrario a la competencia o crea un marco jurídico que limita por sí mismo cualquier posibilidad de comportamiento competitivo por parte de las empresa.

Ello explica que, como ya ha ocurrido, una empresa pueda ser considerada responsable de abusar de su posición de dominio por su política de precios a pesar de que los elementos que justifican dichos precios hayan sido aprobados por la autoridad reguladora. Si la empresa tiene margen de maniobra para no abusar, no debe ser inmune a las normas de competencia incluso si existe un respaldo de la autoridad reguladora. No hay conflicto alguno entre ambas normas o, por decirlo en palabras del Tribunal de Justicia o de nuestro Alto Tribunal, no hay confianza legítima.

Este es uno de los aspectos más preocupantes del Anteproyecto junto al efecto que tiene en cada sector regulado la recuperación de competencias por parte de la Administración, que merece otro examen. En efecto, si las mismas personas van a adoptar normas que prescriben determinados comportamientos a las empresas reguladas, será difícil que posteriormente reconozcan que las empresas se comportan de forma anticompetitiva en la aplicación de dichas normas.

Esto nos lleva finalmente a la cuestión de la calidad de la supervisión a la que se refiere el anteproyecto. Es cierto que han existido conflictos entre la CNC y algunos órganos reguladores (CMT y CNE). Por vía de informes normativos o en el contexto de asuntos concretos han existido serias discrepancias entre los organismos que, como ocurre en España, a veces se han manifestado de forma contundente.

También es cierto que en ocasiones la CNC insiste en concentrar sus recursos en cuestiones que es más adecuado tratar en el ámbito regulatorio o mediante modificaciones legales: utilizar el concepto de dominio colectivo para controlar los precios vía su calificación como excesivos es un buen ejemplo de ello. Ahora bien estas discrepancias o solapes entre autoridades son un rasgo normal del sistema.

Creo que el Gobierno debería plantearse modelos alternativos al que se pretende en el anteproyecto y no contemplar la combinación de la autoridad de competencia con los reguladores en ningún caso; quizá la combinación en un único organismo de los reguladores de industrias de red o la creación de reguladores que agrupen sectores objetivamente relacionados podrían ser puntos de partida más adecuados. En todo caso todo ello merece un debate mucho más pausado.

José María Jiménez-Laiglesia. Socio de DLA Piper

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