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Tribuna
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Tras la tragedia de Haití

Cuando Benedicto XVI visitó el campo de la muerte de Auschtwitz, cruzando aquellas puertas que eran la entrada al infierno mismo, se preguntó teológicamente ¿dónde estaba Dios? Era una manera de interpelar sobre aquel horror que cometieron hombres embriagados de locura. Hoy, cuando vemos las imágenes de Haití ni siquiera podemos percibir la verdadera magnitud de la tragedia. No puede haber males mayores que la muerte de miles de inocentes. Un instante, la tierra palpita y se abre. Abismo y destrucción. La fragilidad humana es la primera que lo sufre.

Hablar del país caribeño es hablar de tragedia, de despotismo. La misma la abraza como una sombra perpetua. Son las cadenas de una esclavitud nunca redimida. Miseria, dictaduras que han devastado al pueblo. Corrupción, Gobiernos títeres, golpes de Estado, analfabetismo, falta de articulación total de la sociedad civil, ausencia de estructuras y organizaciones políticas, mitificaciones más allá de la religión, amén de ser epicentro de todo tipo de tempestades y calamidades. Tras el temblor, empieza otra tragedia de magnitudes incalculables. Hoy es noticiable, mañana dejará de serlo, pues nuestra hipócrita conciencia aguanta las imágenes unos días. Llegará el olvido.

La naturaleza ha cobrado un sangriento tributo. Miles de personas han perdido la vida y todo un país lo ha perdido todo menos la vida. Imágenes dantescas, los niños ya no sonríen, tampoco tienen lágrimas. Todo se ha secado de golpe en el manantial de la vida. Un infierno rodea las calles arrasadas por escombros y cascotes, sin luz, sin agua, sin alimentos, sin medicinas. Los cuerpos se apilan y alinean en las calles, sin intimidad, sin rubor, inermes, sin nombre ni nadie que les llore. El hedor a muerte hace el resto. El miedo a enfermedades hace que miles de cadáveres se amontonen en fosas que serán definitivas. El anonimato envuelve la cal y la tierra. Nadie sabrá donde llorarles, tal vez nadie habrá que les llore.

Estados Unidos interviene con soldados y asume el Gobierno en medio de la anarquía y el caos. Europa recela del protagonismo norteamericano pero toma conciencia. La violencia ha estallado con rubor y brutalidad. No hay Estado, no hay nada. Haití es un país fracasado. Una fotografía da la vuelta al mundo, alguien entre un túmulo de cadáveres arranca o tal vez arroja a un niño con pantaloncillo verde. Su brazo inerme queda detrás de su frágil cuerpo como no queriendo desprenderse de los otros cuerpos y su cabeza, flácida por la muerte, voltea hacia el vacío. Bruselas se reúne con urgencia, es la hora de ayudar, de actuar en el país donde más fondos han ido a parar y sin embargo han fracasado. ¿Cómo ayudar, a quién, y quién lo hará? No olvidemos a la República Dominicana, también necesitará ayuda para la reconstrucción y los miles de desplazados hacia la frontera.

Abel Veiga Copo. Profesor de Derecho Mercantil de Icade

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