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Tribuna
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Urgencias y arbitrismos en telecomunicaciones

Hace unas semanas, los neurólogos del Instituto Tecnológico de Massachusetts (el célebre MIT) hicieron público un estudio según el cual, a la hora de aprender, el cerebro humano, en contraste con el de otros animales, es mucho más sensible a los aciertos que a los fracasos. Lo cual tiene una lectura positiva: los humanos aprendemos mucho de nuestros aciertos y tratamos de repetirlos. Y una negativa: aprendemos muy poco de los propios errores y volvemos a tropezar en la misma piedra más de una vez. Pues bien, los gobernantes españoles, cuando intervienen en el mercado de las telecomunicaciones, dan muestras de una calidad humana digna de ser estudiada por los investigadores del MIT. Y ello con independencia de su color político, porque el fenómeno se viene observando desde hace, por lo menos, 14 años. Vean ustedes si no.

En 1995, el Gobierno de turno (a la sazón, socialista) decidió otorgar las dos primeras licencias de telefonía móvil digital (GSM) y para ello concedió una a Telefónica, gratuitamente, mientras que la otra la sacaba a concurso con un precio mínimo de 50.000 millones de pesetas. La razón para esta discriminación era que Telefónica ya disponía de una licencia de telefonía móvil analógica y no se le debía cobrar por la licencia digital como si fuera un recién llegado al negocio. El Gobierno podría haber optado por no cobrar a nadie, como pedía el sector -decidiendo la adjudicación en función de criterios que primaran las inversiones- pero de nada sirvieron los informes que se le hicieron llegar advirtiéndole de la incompatibilidad con el Derecho comunitario europeo de la discriminación en la que incurría.

Meses más tarde, en diciembre de 1996, la Comisión Europea (CE) dirigía una decisión al Reino de España obligándole a devolver, o compensar íntegramente, al adjudicatario, Airtel, los 85.000 millones de pesetas que había abonado por su licencia. La compensación se llevó a cabo, hasta la última peseta, por el Gobierno que, entre tanto -como suele suceder en las democracias-, había cambiado de signo.

En efecto, en enero de 1997 el Gobierno ya no era socialista, pero determinados reflejos seguían siendo los mismos, de modo que el Consejo de Ministros se vio en la incontenible urgencia de regular la televisión digital por satélite mediante real decreto-ley, aprobado en el increíble plazo de una semana. Se trataba, recordarán ustedes, de impedir el normal inicio de las emisiones de Canal Satélite Digital obligándola a inscribirse en un registro en el que no podría conseguirlo porque para ello tendría que utilizar unos descodificadores con una tecnología que ya se había encargado el Gobierno de que fuera distinta de la que había elegido esta empresa (multicript versus simulcript, ¿recuerdan?). Nuevamente, de nada sirvieron las alegaciones de los afectados ante el Consejo de Estado, ni siquiera las repetidas advertencias de la Comisión Europea al Gobierno español cuando el decreto-ley estaba en trámite de aprobación parlamentaria. Tan sólo la amenaza de Bruselas de llevar al Reino de España ante el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas solicitando la suspensión cautelar de la vigencia de la ley -petición insólita- llevó al Gobierno, en septiembre de aquel mismo año, a rectificar.

Como aquellas normas habían estado en vigor durante siete meses, habían causado ya gravísimos daños, cifrados en más de cien millones de euros, a Canal Satélite Digital, que recurrió al Tribunal Supremo para obtener una reparación. En memorable sentencia de 12 de junio de 2003, el Supremo consideró que tanto el Ejecutivo como el Legislativo habían infringido gravemente y de manera consciente la legislación comunitaria, de modo que el Estado estaba obligado a reparar los daños causados a Canal Satélite Digital, cifrados por la resolución en 26,4 millones de euros. La sentencia no ahorra reproches a ninguno de los dos poderes y sienta el principio de que "la interpretación del instituto de la responsabilidad patrimonial del Estado debe ser siempre de carácter expansivo, es decir, favorable a la protección del particular frente al Estado".

Pues bien, no parece que el Gobierno -que, al fin y al cabo, debe siempre trascender a los propios gobernantes, porque, como dijo Luis XII, el rey de Francia no está para vengar al duque de Orleáns- haya aprendido mucho de estos dos errores.

El pasado mes de julio tuvo entrada en el Congreso el proyecto de Ley de Financiación de la Corporación de Radio y Televisión Española, en el que, para compensar la pérdida de los ingresos publicitarios de la Corporación RTVE, se impone a los operadores de telecomunicaciones de ámbito superior a una comunidad autónoma una "aportación", en beneficio de RTVE, del 0,9% de sus ingresos brutos de explotación anuales (artículo 5), y a las televisiones comerciales del mismo ámbito geográfico otra "aportación" del 3% de los mismos ingresos (artículo 6). Ambas aportaciones, sobre todo la primera, tienen todos los visos de ser contrarias al Derecho comunitario europeo sectorial y al que regula las ayudas de Estado. La prisa con la que se pretende poner en práctica el nuevo sistema de financiación, convertido en Ley 8/2009, de 28 de agosto, no ha permitido al Gobierno, ni a las mayorías parlamentarias que lo apoyan, analizar con sosiego las alegaciones de los afectados frente a un sistema que parece el paradigma del arbitrismo, en la medida en que se limita a responder a tres preguntas: ¿cuánto dinero falta?, ¿de dónde podemos sacarlo?, ¿a cuánto toca cada uno? (el Diccionario de la Real Academia Española define arbitrista como la "persona que inventa planes o proyectos disparatados para aliviar la Hacienda pública").

Casi coincidiendo con la publicación de esta ley en el BOE, que tuvo lugar el 31 de agosto, la Comisión Europea ha abierto oficialmente un procedimiento para examinar la compatibilidad con el régimen comunitario del sistema francés de financiación de la televisión pública -modelo seguido por nuestro Gobierno- contra el cual también habían presentado denuncia en Bruselas las televisiones comerciales de aquel país. En España, los operadores de telefonía con red propia y otros afectados ya han anunciado muy claramente que denunciarán al Gobierno ante la Comisión Europea.

Y el pasado día 13 de agosto, el Gobierno -cogiendo por las hojas el rábano de un dictamen del Consejo de Estado- aprobó un real decreto-ley, publicado en el BOE a los dos días -con real refrendo en Palma de Mallorca-, que viene a trastocar sustancialmente las condiciones de adjudicación de las concesiones administrativas de televisión digital terrestre (TDT) para permitirles su explotación en régimen de televisión de pago, sin que ninguna circunstancia imprevisible en el momento de la adjudicación pueda motivar cambio tan radical.

Ante tanta precipitación arbitrista por parte del Gobierno, sería muy de desear que otras fuerzas políticas -y los propios diputados socialistas-, a los que no les vela el juicio la acuciante responsabilidad de gobernar, ponderaran qué razones de urgencia existen para que el Gobierno recurra una vez más a un procedimiento tan excepcional de legislar sin haber sopesado debidamente los riesgos de responsabilidad patrimonial en los que puede incurrir, responsabilidad que no desaparecería por la convalidación del real decreto-ley en las Cortes, como no desapareció, sino que se consumó, cuando de forma precipitada se reguló la televisión digital por satélite en 1997.

Santiago Martínez Lage. Abogado

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