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Columna
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Privatizar la seguridad vial (en Rusia)

Nada es gratis y hay prestaciones que consideramos esenciales para la vida en común. Combinados ambos axiomas, resulta la ecuación de cómo sufragar los servicios públicos. Las soluciones sólo pueden ser dos: o se pagan directamente por quien se beneficia directamente por el servicio, o se pagan por todos los ciudadanos, los utilicen o no, vía exacciones coactivas llamadas tributos, como ocurre con los juzgados. En ocasiones se mezclan ambos mecanismos de financiación y el usuario directo paga parte del coste total, en mayor o menor medida subvencionado por el resto de contribuyentes.

La tendencia liberal es dejar que la gestión privada se encargue de aquellos servicios que o no son imprescindibles para todos los ciudadanos o que pueden ser prestados en mejores condiciones por el mercado. La distinción entre lo esencial o no es siempre política y cultural. Para los europeos un servicio esencial es la asistencia sanitaria, mientras en EE UU o China el punto de vista es diferente. Pero hasta los más extremos liberales han convenido que existen servicios como la seguridad pública o la defensa nacional que no pueden ser privatizados ni cobrados exclusivamente a los usuarios, pues todos los ciudadanos lo son.

Sin embargo, esto es en teoría; existen sistemas de retribución directa incluso en materia de seguridad vial. Recientemente he tenido ocasión de viajar por carretera a través del antiguo bloque soviético. Allí, el agente de tráfico está siempre alerta. Detectado el infractor, se le obliga a parar. Se le informa de la infracción y de la pena legal aplicable, que suele oscilar entre la retirada in situ del carné de conducir o el pago de una cifra astronómica en moneda local, mientras se repite la palabra fetiche: "Protocol". Acto seguido, se sonríe y se hace el gesto universal de frotar meñique y pulgar. El mensaje es: o procedimiento reglado o lo arreglamos aquí, rápido y sin papeles. Comienza entonces una negociación en la que se juega con las pocas ganas que tienen los agentes de rellenar papeles y no ganar dinero, y la cantidad que uno está dispuesto a soltar por seguir viaje.

La situación descrita no es excepcional ni se realiza a escondidas. Está social e institucionalmente aceptada. Ucranianos, rusos, kazajos o uzbekos consideran a su propia policía como una mafia organizada dedicada a la extorsión de los automovilistas. Incluso está consuetudinariamente cuantificado cuánto es aceptable pagar por cada infracción. Es impensable que las respectivas autoridades y Gobiernos ignoren lo que sucede. Más bien da la impresión de que se permite, se tolera e incluso se alienta. Barrunto que es el modo de compensar los ínfimos salarios que perciben los funcionarios mientras el servicio público se presta. Los ingresos públicos por multas son nulos, pero el cuerpo de agentes de tráfico está satisfecho con sus condiciones laborales y se aplican sin desmayo a su tarea.

Sin embargo las innegables ventajas que semejante sistema tiene, al menos para los gobernantes rusos, ucranianos, kazajos y uzbekos, también resulta evidente la absoluta arbitrariedad para fijar estos precios públicos o sanciones, y el hecho de que los conductores carecen de cualquier mecanismo de recurso o defensa. Y quizá lo más grave: el estímulo del funcionario mal pagado es siempre para aplicar la norma en perjuicio del administrado, interpretándola sistemáticamente in dubio contra reo, pues cuantas más faltas se encuentren, más se cobra. Como consecuencia resulta un tráfico rodado caótico, atemorizado y continuamente obstaculizado por aquellos que precisamente debían colaborar en agilizarlo.

Miquel Silvestre. Registrador de la Propiedad

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