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Columna
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Zapatero a tus zapatos

No se incomode el lector pues el título que acaba de leer no es en modo alguno una crítica al presidente del Gobierno por muchas que esté acaparando estos días. Nada más lejos de mi intención como inmediatamente se entenderá si se sigue leyendo. Lo que pretendo exponer son las razones por las cuales me parece que el Congreso de los Diputados, los partidos representados en él y más concretamente algunos políticos están excediendo sus atribuciones y haciendo un flaco servicio a la democracia al pretender que comparezcan a su presencia una serie de personas que van desde el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial a cargos relevantes del mundo financiero y empresarial.

Hace años un político socialista que presumía de instruido en la historia de las ideas políticas afirmó que Montesquieu había muerto. Naturalmente con tan solemne acta de defunción pretendía afirmar que el único poder superviviente era el Ejecutivo -y por añadidura el del partido político y la doctrina que le animaba-. En una curiosa vuelta atrás -de casi tres cuartos de siglo respecto a El Espíritu de las Leyes- pintaba con tintes nuevos la vieja teoría del derecho divino que Bossuet atribuía a los reyes al aseverar que no puede haber término medio entre el absolutismo y la anarquía y que 'el trono regio no es el trono de un hombre sino el del mismo Dios' (Política según los términos de la Sagrada Escritura, 1670). Y como los sanos principios perduran, no hace muchos días la vicepresidente del Gobierno, respondiendo a una pregunta sobre si la Iglesia católica añadió a su respuesta que 'es a los Gobiernos a los que corresponde aprobar las leyes'.

Con semejante trasfondo no es de extrañar que los portavoces de los grupos parlamentarios propusiesen, con general acuerdo en un principio que nada menos que el presidente del Supremo y del Consejo del Poder Judicial compareciese a dar explicaciones sobre la llamada 'huelga' de los jueces y los presidentes de los principales bancos y cajas de ahorro del país aclarasen y justificasen en sede parlamentaria la política de concesión de créditos de sus instituciones. Pues bien, incluso el Partido Popular, siempre tan precavido a la hora de defender la separación entre lo público y lo privado no encontró reparo alguno en semejante disparate. Por suerte, parece que el PSOE recapacitó y apoyó tan solo que los presidentes de las organizaciones bancaria y de las cajas fueran citados. Aun así me sigue pareciendo una extralimitación que certifica la ínfima calidad de nuestra democracia. Me explico, comenzando por el caso del Sr. Divar que me parece más preocupante.

El error básico en que se apoya esa pretensión nace de la creencia que tanto el Parlamento como el Ejecutivo son por sí solos la representación única de las democracias constitucionales, olvidando que otras instituciones, la más destacada y esencial de las cuales es el poder Judicial encarnado en su cúspide -el Tribunal Constitucional o Supremo, aun cuando en países como el nuestro su politización haya mermado sensiblemente su prestigio e independencia- han sido diseñadas y existen para proteger los principios legales básicos del marco constitucional de las posibles desviaciones promovidas ya sea por mayorías políticas circunstanciales o de los propósitos interesados de grupos poderosos e influyentes en determinadas circunstancias. Que sus máximos representantes acudan a una comisión parlamentaria, salvo en el caso de una investigación, es, sencillamente, un desvarío y un intento de abuso respecto a la necesaria separación de poderes que el citado político pretendía borrar de nuestra plantilla democrática.

El caso de los banqueros es diferente pero responde a idéntica ignorancia de principios elementales. Uno de los grandes teóricos de la democracia, Robert A. Dahl, ha afirmado, con toda razón, que la democracia sólo ha sobrevivido en países con predominio de una economía de mercado capitalista pero, a su vez, que el capitalismo de mercado es imposible en un país democrático sin intervención y regulación estatal al menos por dos razones: a) porque las instituciones básicas del capitalismo de mercado precisan regulación e intervención públicas amplias y profesionales, b) pues sin ellas el capitalismo de mercado origina daños que pueden afectar a sectores de la población con escasos medios para defenderse y ello exige la intervención pública.

Es decir, y volviendo a la situación que nos ocupa; resulta legítimo que SS SS se preocupen porque las instituciones bancarias aseguren en estos momentos críticos unos flujos de crédito razonables a empresas y familias. Pero el problema es más complejo de lo que puede parecer a simple vista. Para comenzar sería fatal que nuestros bancos y cajas se vieran forzados, por mor de una política crediticia irresponsable fomentada por intereses políticos, a demandar ayudas públicas como ha sucedido en otros países.

La cuestión reside, primero, en que las más fuertes no han solicitado ni recibido ayuda pública alguna, siguen siendo entidades privadas y son sus propietarios, los accionistas, quienes han de juzgar la actuación de sus administradores, no los diputados del Congreso. Si estos necesitan información, que seguramente la precisan, quienes deben facilitársela, con la debida discreción, son los presidentes de las entidades públicas encargadas legalmente de su regulación y supervisión; por ejemplo, el gobernador del Banco de España y, llegado el caso, el de la CNMV. Confío que ahora se entienda correctamente el título de este artículo pero temo que, una vez iniciado el camino de los disparates no haya vuelta atrás.

Raimundo Ortega. Economista

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