El gran salto
Historiadores, analistas políticos y económicos han señalado el paralelismo de que las dos oportunidades democráticas de España en el siglo pasado coincidieran, como un fátum, con una profunda crisis económica. Los albores de la II República se ven oscurecidos por la severa crisis de los años treinta; el comienzo de la restauración de la monarquía parlamentaria, tras la dictadura de Franco, se ve, asimismo, ensombrecido por la crisis económica mundial, acentuada en España por profundos desequilibrios internos y por la inacción política para resolverlos. La diferencia entre los dos procesos estuvo en que en los años treinta se eligió la confrontación política, con el resultado nefasto de la guerra civil, y, sin embargo, en los años setenta se llegó a un diagnóstico compartido de la situación por todos los agentes políticos y sociales, y al hallazgo del consenso para resolver políticamente los problemas económicos. A tan largo plazo como los 30 años transcurridos, minuciosamente contados por CincoDías, España toda puede felicitarse con la historia de un éxito.
El diagnóstico compartido sobre la naturaleza y profundidad de la crisis en la que estaba sumida España cristaliza en los Pactos de la Moncloa. Con el cuadro de fondo de una inflación que entre junio y agosto de 1977 alcanzaba el 44,7%, con un déficit por cuenta corriente creciendo impetuosamente y una deuda externa que se había triplicado en dos años, y en un contexto institucional prácticamente improvisado, confuso entre el viejo y el nuevo régimen, una urgencia histórica por la normalización democrática y las inevitables tensiones sociales y políticas entre el futuro y el pasado, las fuerzas políticas que habían obtenido representación parlamentaria en los comicios del 15 de junio de 1977 se sentaron a debatir la salida de la crisis. O lo que es lo mismo, a establecer unos equilibrios económicos básicos que garantizaran un crecimiento económico sostenido y armónico y la reducción drástica de la inflación y que permitieran acercarse en cifras y objetivos a la aspiración común de integración en Europa.
Los Pactos de la Moncloa contribuyeron a crear una cultura política y social de moderación, en la que la liberalización del sistema económico, por primera vez acaso en la historia, se veía como el mecanismo más eficiente para crear una economía dinámica y competitiva, frente a los precedentes históricos en que la solución se pretendió encontrar en el proteccionismo.
Estos pactos abordaban políticas de ajuste en materias presupuestaria, monetaria, de precios, de rentas y de empleo, en orden a corregir los profundos desequilibrios del momento. Afrontaban, asimismo, las reformas fiscal, del sistema financiero, de la Seguridad Social, de la política de suelo y vivienda y de la política energética. Los resultados van desde el éxito en materia fiscal, con la generalización de los impuestos sobre la renta y el patrimonio, preparación del terreno para la introducción del IVA y reforma del impuesto sobre sociedades, entre otras medidas. Frente a este logro colectivo, se alzó el fracaso en las políticas de suelo y vivienda, y de modelo energético, que todavía hoy gravitan sobre la economía española.
En el debe hay que anotar la provisionalidad de la financiación autonómica
La crisis bancaria alumbró un sistema financiero muy sólido y competitivo
La tasa de crecimiento se triplicó tras la adhesión a la Comunidad Europea
Los hallazgos constitucionales
En el clima de acuerdo conseguido tras las elecciones generales del 15 de junio de 1977, las Cortes constituyentes debían institucionalizar no sólo el modelo político de la monarquía parlamentaria, sino resolver dos cuestiones históricas de gran calado. Por un lado, el llamado problema territorial, que había de dar solución a las reivindicaciones de las regiones que, por sus singularidades culturales, habían disfrutado en épocas anteriores de ciertas facultades de autogobierno, y, por otro lado, resolver el modelo económico que diera respuesta tanto a la mejora del nivel de vida de los españoles como al sostenimiento de un Estado del bienestar homologable con los modelos que regían en la Europa a la que se pretendía acceder. La Constitución de 1978 introdujo en su parte sustantiva de derechos y libertades el concepto de libertad económica en el marco de la economía de mercado, que cerraba un contencioso histórico con la izquierda.
La Constitución ha permitido la alternancia de programas progresistas y conservadores sin agravios, si bien es cierto que, paralelamente al curso de los acontecimientos, tanto los partidos de izquierda, sobre todo el PSOE, como la derecha más corporativista e intervencionista, fueron abdicando de sus programas máximos y facilitando el asentamiento de una economía crecientemente libre en la que el mercado corre con la mayor responsabilidad en la asignación de los recursos.
Pero, si en el proceso de modernización económica, la Constitución ha ayudado a mantener y mejorar el modelo definido en ella, no se puede decir lo mismo en la cuestión de la descentralización administrativa, en la que, lejos de dar respuestas estables y razonables, ha espoleado aventuras políticas de signo mucho más radical, cuyo resultado hoy todavía no podemos alcanzar a ver.
La paz social
Uno de los conceptos que incorporó la normalización democrática ha sido la paz social. Desde los Pactos de la Moncloa, España ha discurrido por transformaciones sustantivas en el sistema social, tanto en las propias relaciones laborales como en la configuración de un Estado del bienestar homologable. Estas transformaciones profundas han podido ser llevadas a cabo gracias a continuos pactos sociales entre la patronal y los sindicatos y, con frecuencia, bajo los auspicios de los sucesivos Gobiernos.
Esa cultura de paz social, sin embargo, se vio interrumpida en diversas ocasiones por la oposición de los sindicatos a algunas de las reformas emprendidas. La reconversión industrial estuvo festoneada de movimientos sindicales, algunos de gran dureza. Las reformas laborales y sociales fueron las que determinaron las mayores movilizaciones.
No es ocioso recordar aquí que los sindicatos mayoritarios convocaron tres huelgas generales entre 1985 y 1992. La primera de ellas, convocada por CC OO, pretendía frenar la reforma del sistema de pensiones. La huelga general más importante de la historia de los últimos 30 años fue la del 14 de diciembre de 1988, seguida masivamente en toda España. Ocho millones de trabajadores secundaron la convocatoria de UGT y Comisiones Obreras contra la reforma laboral que proponía el Gobierno socialista, especialmente el contrato de inserción para jóvenes y el aumento de la cobertura de desempleo.
La reforma del sistema de desempleo volvió a ser determinante años después, el 20 de junio de 2002, para una nueva movilización general de los sindicatos, esta vez contra el Gobierno de José María Aznar, que se vio obligado a retirar lo sustancial de la reforma propuesta. La reseña de esta conflictividad no debe ocultar que los sindicatos y los empresarios han mantenido una continuidad en los pactos, tanto de rentas como de reformas de las relaciones laborales, y que el resultado de estos tres decenios ha sido, por ello, positivo, pese a las profundas transformaciones que se han producido, especialmente el crecimiento de la masa de población activa, que se ha más que duplicado en el periodo.
Aunque de la conflictividad laboral registrada frente a algunas de las reformas de las políticas sociales podría desprenderse que éstas hubieran incidido negativamente en la mejora del Estado del bienestar, este efecto es engañoso. Si España ha progresado política y económicamente durante los últimos 30 años se ha debido a que, desde el primer momento de la transición democrática no se ha perdido en ningún momento, ni con ningún turno gubernamental, la perspectiva de que la cohesión social es la clave del progreso.
El tejido de la cohesión social ha tenido un enorme desenvolvimiento en el periodo democrático, que podemos ejemplarizar con la implantación de un sistema educativo general y gratuito y, en semejante orden de importancia, el sistema nacional de salud, presidido también por su implantación general y gratuita.
Estos dos instrumentos de cohesión social están, no obstante, sometidos a un doble choque. Por un lado, las transferencias de educación y salud, las más cuantiosas en efectivos y recursos recibidas por las comunidades autónomas, van adquiriendo perfiles diferenciales que alteran los principios de igualdad básica. Y un segundo producido por el fenómeno de la inmigración, que ha introducido una demanda súbita en ambos servicios, poniendo en tensión los distintos sistemas y su financiación.
La malla de la cohesión se completa con el sistema de pensiones, en el que los progresos más importantes devienen una vez más del acuerdo político, el Pacto de Toledo, que realizó el meritorio esfuerzo del análisis de la cuestión y propuso medidas concretas para resolver los problemas. Los cálculos sobre el sistema de financiación realizados a la firma del documento en 1995 se manifestaron claramente erróneos o, cabría decir, paradójicamente, más pesimistas de lo que realmente ocurrió.
La formidable creación de empleo que se ha registrado en los últimos 13 años, la irrupción del fenómeno de la inmigración y la elevación consiguiente de la población activa ha mejorado las expectativas a medio plazo, pero el problema de financiación a largo plazo permanece en la incertidumbre, a pesar de que, como fruto del propio Pacto, se creó el fondo de garantía de la pensiones, dotado progresivamente hasta alcanzar en la actualidad los 50.000 millones de euros.
Intensa y conflictiva descentralización
El esfuerzo de institucionalización democrática que consagra la Constitución no está completo. La histórica cuestión territorial, que se pretendió resolver con el diseño del Estado de las autonomías, derivó durante el proceso a un sistema generalizado de cogestión administrativa que ha propiciado diversos regímenes cuya armonización legal se pretendió en los primeros años ochenta, pero no se llevó a cabo.
Coexisten el sistema de concierto económico y cupo, en el País Vasco, con el régimen foral de Navarra y con un conjunto de estatutos de diversa morfología y con aspiraciones diferentes en cuanto a sus relaciones con el Estado. Las relaciones de varias comunidades autónomas con la Administración central tienen todavía un gran recorrido por delante, siempre que no se vean afectadas las disposiciones constitucionales vigentes, que exigen que la autonomía financiera, a la que todos los Gobiernos autónomos aspiran, observe con escrúpulo el principio de coordinación con la Hacienda estatal y de solidaridad entre todos los españoles.
Es evidente que todo el proceso de articulación del Estado de las autonomías está condicionado por la evolución y asentamiento del sistema de financiación que ha regido el proceso y es evidente que la mayoría de las reivindicaciones tienen un contenido económico.
La Constitución enunció los principios de la financiación, que se plasmaron en la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (Lofca). El proceso ha tenido varias etapas que coinciden con diversos tramos de gestión de impuestos, tanto nacionales como de los cedidos en su totalidad.
En 2002 se articuló un nuevo sistema de financiación único en el que se integran todas las competencias ejercidas por las comunidades autónomas y se le otorga el carácter de indefinido. Este marco progresivo y general tropieza, sin embargo, con las aspiraciones de singularidad de algunas comunidades que aspiran a un sistema diferenciado. Las últimas reformas estatutarias van en esa dirección, aunque es prematuro pronunciarse sobre su viabilidad porque penden aún del Tribunal Constitucional.
Una de las constricciones al desarrollo de las que adolecía España al comienzo de la transición política era la deficiencia de las infraestructuras. Tanto las infraestructuras viales como las ferroviarias y aeroportuarias presentaban deficiencias cuantitativas y, sobre todo, cualitativas que, en primer lugar, hacían difícil de creer el éxito turístico de nuestro país y entorpecían la que ya por entonces era la primera industria nacional. Pero también el tráfico interno de personas y de mercancías suponía una rémora para el desarrollo económico. La red de carreteras nacionales, pese a los excesos propagandísticos del régimen franquista, era claramente insuficiente para el creciente tráfico; el ferrocarril era por entonces un continuo motivo de befa nacional por su antigüedad y su operativa deficiente. La proclamada unidad entre las tierras y los pueblos de España respondía a otras consideraciones, no a la capacidad de relacionarse.
El desarrollo económico español no se compadecía con aquellas infraestructuras y desde el comienzo de los años ochenta, con el primer Gobierno socialista de Felipe González, se entendió el impacto que en la economía general del país tendrían las inversiones públicas en infraestructuras: el desarrollo del negocio constructor, eficiente generador de empleo; la traslación inmediata al sector privado de las inversiones públicas; los beneficios para la competitividad general del sistema y un empuje al crecimiento económico, por el efecto multiplicador de estas inversiones.
En este contexto, y con la decisiva colaboración de los fondos comunitarios, que llegaron a España con abundancia y fluidez desde el primer momento, gracias a la sagacidad de los sucesivos equipos negociadores del Tratado de Adhesión, España se convierte en un Estado de obras que cambia radicalmente la piel del país.
Los planes de autovías, la modernización del ferrocarril y la introducción de la alta velocidad, la multiplicación de aeropuertos y la mejora dotacional de los mismos, la práctica recuperación de los puertos marítimos, los planes nacionales de regadíos y un largo etcétera de actuaciones han sido un continuo a lo largo de los últimos 30 años, en los que España se ha dotado de un capital físico importante, aunque nunca suficiente, para integrar territorialmente el país, mejorar la competitividad del sistema, apoyar el crecimiento económico, absorber población activa y permitir la creación de una generación de grandes empresas, altamente competitivas en los mercados internacionales de los sectores constructivo, concesional y de servicios.
Como ya se ha señalado, no todo han sido aciertos en materia de infraestructuras y al paso del tiempo se podría hacer un análisis crítico de la eficiencia de los ingentes recursos empleados en ellas, en el régimen de las prioridades que se ha seguido y en la gestión administrativa de los proyectos. Pero el conjunto no es, ni mucho menos, decepcionante y los estudios más solventes sobre los efectos macroeconómicos de la inversión en infraestructuras son unánimes en sus valoraciones.
Catarsis del sistema financiero
En los años setenta, los organismos internacionales juzgaban con rigor el sistema financiero español. Se consideraba que las entidades de crédito y ahorro estaban sometidas a un régimen de extrema intervención operativa y sin capacidad de competir en el mercado financiero, hasta límites insospechados hoy en día.
En las postrimerías del franquismo, y especialmente a partir de la instauración de los Gobiernos democráticos, se inicia una primera y muy profunda transformación del sistema financiero. Elementos tan imprescindibles para la eficiencia de las entidades como la liberalización de las decisiones de inversión y financiación; la práctica equiparación operativa de los bancos y las cajas de ahorros; la apertura del negocio a la banca extranjera; la sucesiva liberalización de los tipos de interés y, por tanto, una mayor competencia entre entidades; la reducción de los circuitos de financiación privilegiada; la mayor permisividad en la expansión territorial de las entidades, y la comercialización de una mayor gama de productos y servicios financieros, constituyeron el primer empujón de esa radical transformación. Un segundo tramo se produce en los años ochenta, con motivo de la adaptación del sistema financiero a las exigencias de la participación en la Comunidad Europea y la respuesta a las necesidades de un mercado de capitales más amplio, eficiente y liberalizado.
Durante los años noventa se produce un intenso proceso de consolidación del sistema financiero, con la creación de grandes entidades capaces de hacer frente a un mercado financiero integrado plenamente en Europa que, además, asume el gran reto de la unión monetaria y la puesta en marcha del euro. El último gran hito de la transformación y puesta en mayor grado de eficiencia del sistema financiero se produce ya en 2002, con la Ley Financiera que refundió la normativa y dotó al sistema de una envoltura legal que tiende a asegurar y garantizar la solvencia y la estabilidad de las entidades, su adaptación tecnológica a las nuevas necesidades y a la mayor protección de los inversores y usuarios.
Estas profundas transformaciones no dejarían de cobrarse víctimas en el sistema financiero y, en paralelo con las reformas, se produce lo que epigráficamente conocemos como la crisis bancaria de los años setenta y ochenta. Una constelación de pequeñas y grandes entidades desfilan por las ventanillas del Fondo de Garantía de Depósitos, llamado por entonces el hospital de bancos. La medida de la transformación del sector financiero la proporcionan los datos. En 1977 el número de bancos era de 105 y el de cajas ascendía a 83. Hoy restan 70 bancos, todos ellos privados, y 45 cajas de ahorros.
La crisis de la banca tuvo muy diversa morfología. La crisis económica que se instaló en España entre 1974 y 1984 pasa por ser la primera causa de las dificultades de los bancos. Sin embargo, hubo otras causas, y hay que buscarlas en la gestión desarrollada por las entidades y, muy especialmente, en lo que hoy llamamos gestión del riesgo.
La compra de fichas bancarias a precios exorbitantes sin disponer de recursos suficientes; la concesión arbitraria de créditos a la propiedad; la obsesión por una expansión territorial sin fundamento en el negocio; la captación de recursos mediante el ofrecimiento de tipos de interés fuera del mercado; el escamoteo de estos extratipos en la cuentas; la concentración de riesgos; el abuso de avales; la renovación de fallidos ciertos, y la ingeniería contable para presentar resultados constituyen un resumen de las malas prácticas más frecuentes en aquellos tiempos. Si bien Banco de Navarra fue el detonante de la crisis, otras entidades como Banca Catalana, Banco de Valladolid, Banco Occidental, los bancos del holding Rumasa y un largo etcétera de hasta 65 entidades, más de la mitad de las existentes en 1977, pasaron por severas dificultades.
El balance de la crisis bancaria, que tuvo su epílogo en el llamado caso Banesto, ya en los años noventa, descubrió debilidades insólitas en el sistema financiero, alentó muchas de las reformas normativas en la mejora de la gestión y puso en jaque la capacidad del Estado, y especialmente del Banco de España, para una resolución de los problemas sin que el edificio financiero español se derrumbara. El banco emisor, y en concreto su subgobernador y posteriormente gobernador, Mariano Rubio, gestionó la crisis con una mezcla de pragmatismo, arbitrariedad, autoritarismo, pero, sobre todo, resolución. Las cifras finales de la crisis dan cuenta de su importancia. Como ya se ha dicho, 65 entidades tuvieron problemas severos. De ellas, 51 bancos (47 eran fichas nuevas o eran neófitos sus gestores) requirieron tratamiento específico por las autoridades monetarias. De éstas, 34 entidades pasaron por el Fondo de Garantía de Depósitos y sólo una de ellas se liquidó. Los demás, después de su saneamiento, con recursos aportados por el Banco de España y las entidades financieras, volvieron a la gestión privada mediante concurso y se integraron en distintos grupos financieros.
Los 17 bancos de Rumasa, por sus especiales características -procedían de una expropiación-, fueron saneados de distinta manera, mediante una emisión de deuda pública que tomaron los grandes bancos en su totalidad.
Por último, Banesto fue la mayor entidad en pasar por el Fondo de Garantía de Depósitos, ya que ocupaba el cuarto lugar de la banca española.
Los recursos que hubo que allegar para gestionar la crisis alcanzaron en total para todas las entidades 11.170 millones de euros, con unas recuperaciones de 5.532 millones al final del proceso.
La banca pública resolvió sus problemas de eficiencia y competitividad con la integración casi en bloque en un mismo grupo financiero privado, el BBVA.
Reconversión industrial
Una de las fachadas propagandísticas del régimen franquista era, sin duda, el aserto de que España se había elevado al rango de la décima potencia industrial del mundo. Los planes de desarrollo, efectivamente, habían permitido la creación de un tejido industrial importante en el que el sector público empresarial desempeñaba un papel director, con más de 800 empresas, entre matrices y filiales y subfiliales al comenzar la transición democrática.
La madurez de algunos de los sectores, la gestión de las empresas, con servidumbres territoriales, políticas, económicas y sociales, el alto proteccionismo interno y la presión de nuevos países industrializados condujeron a una situación insostenible en la perspectiva de la competencia europea, que inevitablemente habría de llegar si se cumplían los objetivos de los sucesivos Gobiernos.
Las sucesivas crisis petroleras producen un efecto demoledor en la industria española. La producción se estancó y se mantenía a duras penas la planificación indicativa, heredada de los planes de desarrollo y apoyada en una generosa aportación de recursos públicos y resguardo competitivo. Aun así, aumentaban las empresas que entraban en el INI como a un hospital de campaña y, a duras penas, las multinacionales conducían sus inversiones hacia nuestro país, a pesar de la generosidad de las ayudas. El mercado nacional era, salvo contadas excepciones, el marco de referencia del sector industrial.
A partir de 1981 y 1982 se producen las primeras iniciativas de reconversión industrial, que afectó a 11 sectores, 350 empresas y unos 250.000 trabajadores; pero es con la llegada de los socialistas al poder cuando se emprende un proceso más vigoroso y planificado, y también más traumático, de reconversión industrial. Los sectores de aceros especiales, siderurgia integral y astilleros fueron el núcleo de esta fase de reconversión que, en el caso de la industria naval, se ha prolongado hasta nuestros días.
Toda una suerte de palancas públicas se pusieron en contribución de conseguir una industria competitiva, con un coste entre 1984 y 1990 de 1,3 billones de pesetas corrientes, a expensas del Estado. La resultante debería ser una industria capaz de aguantar el impacto de la entrada en la CEE prescindiendo de las muletas públicas. El costo social en algunas zonas de España fue altísimo y ni siquiera el éxito en la mejora de la competitividad para entrar en Europa evitó una alta conflictividad y el sacrificio de una mano de obra que difícilmente encontraría encaje en la nueva situación. Se reproduciría el fenómeno con la crisis de 1991 a 1994, años que contabilizan un nuevo deterioro de la actividad industrial que tendría un coste de 500.000 empleos.
Liberalización fallida
Si algunos procesos de liberalización de la economía en general y de sectores en particular han constituido un éxito más o menos rotundo a lo largo de los tres últimos decenios, no se puede decir lo mismo del sector energético en su conjunto. La enorme dependencia energética exterior agudiza los problemas con las sucesivas crisis del petróleo y con la decisión del primer Gobierno socialista de frenar el desarrollo de las instalaciones nucleares en construcción, la mal llamada moratoria nuclear.
Con todos estos inconvenientes estructurales e históricos, el sector eléctrico debe enfrentase a los nuevos vientos de la liberalización, y lo hace con toda clase de cautelas, por mor de su consideración de sector estratégico. La garantía del servicio a cualquier precio se convierte en el dogma comúnmente admitido en un país que en el consumo crece por encima del conjunto de la economía sistemáticamente.
Si entendemos por liberalización del mercado la apertura de la oferta a todos los actores y la formación de los precios a las exigencias de la demanda, deberíamos concluir que tal liberalización no se ha producido completamente por mucho que las normas reguladoras tanto nacionales como europeas aludan insistentemente a la liberalización. No hay mercado eléctrico eficiente ni siquiera en el mercado mayorista. El conjunto de normas que regulan el sector estimula la desconexión entre proveedores de los servicios y consumidores, ya que las tarifas vigentes están reguladas, sufren la presión de los precios políticos, que no guardan relación ni con los precios de producción ni siquiera con los precios cruzados en el mercado spot.
Si a estas vicisitudes administrativas españolas y las veleidades casuísticas de la Unión Europea se une una errática y muy cara política de diversificación en la producción, con profusión de subvenciones que distorsionan la formación de los precios reales, una situación geográfica periférica que no ayuda a la participación en un hipotético mercado transnacional y unas peculiaridades tan extravagantes como el llamado déficit de tarifa, podemos concluir, sin temor a exagerar, que el sector eléctrico necesita de un vigoroso cambio en su marco legal en la dirección de un mercado más abierto, con más concurrentes por el lado de la oferta y con una eficiente asignación de precios a los consumidores finales.
Ya hemos dicho que, por unas y otras causas, la reconversión industrial afectó en buena medida al sector público empresarial. Sólo con este proceso se podía afrontar otra de las grandes operaciones de reforma económica realizadas en los tres últimos decenios, la privatización.
Como hemos recordado, al comienzo de la transición todavía pervivían en los programas políticos intenciones nacionalizadoras. El viraje ideológico, el pragmatismo y determinadas exigencias de nuestros compromisos europeos indujeron a los sucesivos Gobiernos a realizar privatizaciones a partir de mediados los años ochenta. Los Gobiernos de Felipe González empezaron un proceso inicialmente poco articulado. Formalmente se plantean como desinversiones aconsejadas por motivos de viabilidad económica. A partir de las ofertas públicas de venta de Endesa y Repsol, en 1998 y 1999 se habla ya de un plan de privatizaciones, aunque el Estado retuviera una parte importante de las acciones y, sin duda, facultades máximas en la gestión con o sin la aplicación legal de la variante española de la acción de oro, introducida en el ordenamiento regulatorio.
Fue con la llegada al Gobierno de la nación de José María Aznar cuando se articula un verdadero y desvelado programa de privatizaciones, gestionado desde un organismo ad hoc y con unas pautas normativas concretas.
Esta operación reportó grandes beneficios al erario, que permitieron en buena parte sanear el grave déficit público y alcanzar con ello la oportunidad de entrar en la Unión Monetaria Europea.
Europa, una larga paciencia
La transición española de un Estado totalitario a una democracia no sería explicable sin la referencia a Europa. Es cierto que durante las postrimerías del franquismo se dieron algunos pasos alentadores en la dirección adecuada y es cierto que la entonces Comunidad Económica Europea también dio señales de que contaba con España. El paso decisivo en este periodo, y providencial para la economía española, fue la firma del Acuerdo Preferencial de 1970, que abrió las puertas de la Comunidad a las exportaciones españolas en unas condiciones muy ventajosas.
El acuerdo firmado por Alberto Ullastres y José Luis Cerón fue un paso firme de España hacia Europa, que no siempre se ha valorado con la ecuanimidad que el tiempo transcurrido permite. Muchos en España lo interpretaron con un espaldarazo al franquismo; otros muchos, los mejor informados, lo explicaron como un signo de confianza y ánimo.
Instalada la democracia en España, no se tardó en plantear abiertamente la adhesión española a las instituciones europeas. A finales de 1977 se firma la adhesión al Consejo de Europa y en 1979, el acuerdo con los siete países que constituían la Asociación Europea de Libre Comercio, EFTA, y aún, en el ámbito político, la incorporación de España en 1982, no sin un duro debate y una peripecia política interna muy singular, a la OTAN.
Pero, sin duda alguna, la larga marcha hacia Europa se inaugura con visos de éxito nada más tomar posesión el Gobierno de Adolfo Suárez tras las elecciones de 1977, aun a sabiendas de que hasta que no se cerrara un periodo constitucional inequívocamente democrático y homologable con los distintos modelos de Estado vigentes en el seno de la CEE no podrían progresar las negociaciones para un tratado de adhesión.
El proceso no fue fácil y los sucesivos equipos negociadores tuvieron que emplearse a fondo en la defensa de los intereses españoles tanto frente a la Comisión como cerca de los distintos Gobiernos de los Estados miembros, doble vía ésta que contribuyó a disipar los temores de Bruselas por la integración de una economía relativamente grande, competitiva en términos de precios relativos y con lo que en su momento se denominaban las potencialidades españolas, que no eran otra cosa que la proyección de su capacidad de crecer.
Las negociaciones industrial y agraria se tradujeron en periodos transitorios relativamente largos de desarme arancelario, pero con la contrapartida de la inmediatez en la entrada de fondos comunitarios a nuestro país. En los cinco años posteriores al ingreso en la Comunidad Económica Europea, la economía española casi triplicó la tasa de crecimiento registrada en los cinco años anteriores.
Un esfuerzo continuado
La economía española ha dado respuesta a muchos desafíos, pero tiene por delante defectos estructurales, algunos de ellos que se remontan muy atrás en el tiempo. Para concluir esta reseña histórica, cabe hacer una breve referencia a algunas de ellas.
España mantiene una diferencia cultural casi insalvable con el mundo desarrollado en políticas de investigación, desarrollo e innovación. Una nueva cultura debería de instalarse como máxima prioridad, con un conjunto de medidas que, no por repetidas, dejan de ser imprescindibles.
La separación rigurosa que existe entre investigación básica y aplicada, el distanciamiento entre centros de investigación y empresas, la escasez del reconocimiento fiscal de las cargas de la innovación, siguen pendientes de una política vigorosa y flexible.
La inversión española en I+D está en franca inferioridad con la media de la Unión Europea, el 1,2% del PIB frente al 2%, y, teniendo en cuenta el mayor retraso relativo, la situación tiende a perpetuarse si no se produce en los próximos años un vigoroso impulso en la materia.
Las infraestructuras físicas españolas siguen sin aportar un plus, más bien al contrario, de competitividad. Nuestra situación geográfica, tantas veces ponderada como estratégica, es una dificultad real, pero también la alternancia administrativa produce cambios de orientación, revisiones de los planes y estrategias político-electorales que condicionan y, sobre todo, desvirtúan el sentido de una política de Estado.
El esfuerzo en tecnologías de la información debe incorporarse a la cultura pública y privada como elemento que contribuya a una mejora de la competitividad en el marco de una globalización que exige avances en la especialización de la economía de servicios.
El sistema laboral español, con sus rigideces, no favorece la productividad, en regresión en los últimos años, ni la competencia profesional, a lo que colabora un sistema educativo en permanente revisión por la incapacidad política para llegar a un acuerdo de Estado estable.
No deja de ser una curiosidad del proceso político emprendido desde la restauración democrática que no se haya concluido ni un solo acuerdo entre los dos grandes partidos que se turnan en el poder central en materia educativa.
El choque migratorio y el considerable aumento del empleo en los últimos años no pueden ocultar que la tasa de empleo está muy lejos de los objetivos europeos fijados en la Estrategia de Lisboa, ni que el aumento de población activa se ha realizado en parte a costa de la productividad.
Estas deficiencias rompen olas en los indicadores macroeconómicos, colaborando a perpetuar los dos desequilibrios más tradicionales, la endémica tendencia inflacionista y el déficit en las cuentas exteriores, difícilmente sostenible en el largo plazo. Una economía abierta al mundo no puede renunciar a la competitividad.
Adiós a la peseta
Cuando España entra en la Comunidad Económica Europea -ésta se encuentra ya en un estadio avanzado de preocupaciones-, la unión monetaria era el objetivo. El temor a las economías débiles, tendencialmente inflacionistas e históricamente deficitarias, potenció la fijación de unas condiciones de acceso a lo que se suponía un reducido club de la moneda única. España, pese al escepticismo interno y externo, logró que las variables consideradas para entrar se hicieran posibles. La reducción de la inflación, de los déficits fiscales y del endeudamiento no sólo permitió la adopción del euro en la primera tanda de países, sino que, con toda la lógica, proyectó la economía española al más prolongado ciclo de crecimiento y de creación de empleo de los últimos 30 años.La pérdida de la política monetaria como elemento de competitividad tradicional, la instalación en la cultura del equilibrio presupuestario y la percepción de que las desviaciones de inflación respecto de las previsiones de la autoridad monetaria europea restan posibilidades al crecimiento, y por tanto al empleo, han configurado unas políticas económicas a las que Gobiernos de distinto signo han dado continuidad. España dijo adiós a su peseta y dio la bienvenida al euro. Una nueva responsabilidad, pero, sobre todo, un profundo cambio cultural.
Mercados financieros. Capitalismo popular a la española
Las sucesivas reformas del sistema financiero, la estabilidad económica y el proceso de privatizaciones de las grandes empresas públicas introdujeron en las finanzas a una población creciente.La liberalización de los tipos de interés, la creación de nuevos instrumentos para canalizar el ahorro, el desmantelamiento de los controles de capitales que concluyen con la liberalización, a comienzo de los noventa, de las transacciones con el exterior, van permitiendo, aunque con un cierto retraso, la liberalización de los mercados de capitales internos. La institucionalización de la inversión colectiva, fondos y pensiones, la creación de los mercados de opciones y futuros, el comienzo del sistema electrónico de cotizaciones o mercado continuo, la fusión de los distintos mercados de derivados en el grupo Bolsas y Mercados Españoles, fueron pasos sucesivos que han permitido a millones de españoles acercarse al parqué y canalizar buena parte de su ahorro. La contratación en la Bolsa alcanzó en 2007 los 1,6 billones de euros (casi vez y media el PIB), cuando 20 años atrás era de 13.000 millones.
Trabajo pendiente. La España del siglo XXI
Este recorrido, necesariamente rápido y esquemático sobre la transformación económica de España en los últimos 30 años, puede dar una imagen de satisfacción, aunque en ningún modo de autocomplacencia.España no está al margen de las grandes tensiones internacionales y tampoco está vacunada contra situaciones internas de revés económico. Echando la vista atrás, hay motivos para confiar en la economía española, firmemente asentada en los principios del mercado y en el respaldo del derecho. Sin embargo, hay zonas de sombra y necesidades de reformas continuas que ya no atañen a nuestra singularidad histórica, sino más bien al desempeño de la gestión de una política económica integrada en el conjunto europeo como zona de estabilidad y solidaridad. No todo ha salido bien. España ha realizado un meritorio esfuerzo que nos ha llevado a la convergencia nominal y real con Europa, pero persisten desequilibrios patentes en el sector exterior, imperfecciones en la garantía del sistema de libre competencia, rigideces e intervenciones en determinados mercados de factores que restan productividad y, por ende, competitividad en el mercado global.