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CincoSentidos

Oaxaca, esencia de México

Quien conoce bien Oaxaca, conoce México, dicen. Si algo caracteriza a este Estado sureño, que cuenta con una extensión mayor que Portugal, es su increíble y jocunda variedad.

Variedad en todo, en lo geográfico, pero también en el paisaje humano y cultural. Atravesado por el espinazo de la sierra Madre (90% del territorio es pura montaña), se abre al Pacífico con algunas de las más espectaculares bahías y playas de ese océano. En los valles interiores floreció la cultura más antigua del país, la zapoteca, y siguen manteniendo vivas su lengua y tradiciones 16 etnias indígenas (más que en el vecino Estado de Chiapas).

Oaxaca, la capital asentada en un valle central, es algo aparte. Fundada por Pedro de Alvarado en 1521 (se llamó Nueva Antequera), ha conservado intacta su planta colonial y reúne tal cantidad de monumentos que está declarada Patrimonio de la Humanidad. Pasear por el Andador Macedonio Alcalá (calle peatonal) es sumergirse en un rico pasado, lleno de colorido, con palacios labrados, iglesias forradas de oro y casas bajas enlucidas en los mismos tonos chillones que la falda o el huipil de una muchacha. El zócalo (plaza mayor), rebosante de terrazas y jardines, es el corazón de una ciudad calmosa que, sin embargo, no descansa.

El zócalo y los mercados, el Benito Juárez (abarrotes y artesanía) y el 20 de Noviembre, pegado al anterior, donde acuden los oaxaqueños a comer entre neones, vírgenes y el humo impenetrable de las parrillas: allí palpita la Oaxaca más vivaz y popular. Pero lo que atrae hasta aquí a los foráneos es sobre todo el repertorio intacto de edificios coloniales. La catedral, la iglesia de Santo Domingo (joya local, con el convento adjunto convertido en centro cultural y museo), el ex convento de Santa Catalina (transformado en hotel de lujo), y así hasta más de 20 iglesias.

Para encontrarse con la pura arqueología hay que ascender hasta el monte Albán

Palacios reconvertidos en museos

Muchos palacios o casonas son ahora museos (hay una docena), zocos de artesanía, restaurantes: en Oaxaca no existe la arqueología, sino la pasión de vivir. Para encontrarse -de la manera más espléndida- con la pura arqueología hay que ascender hasta el monte Albán, que domina el valle capitalino. En aquel cerro se encuentra una de las ciudades más antiguas (600 aC, hasta época azteca) y más asombrosas de todo México, la cual alcanzó su apogeo con la cultura mixteca hacia el año 1000.

Esa visita habrá de complementarse con otra a Mitla, 'el lugar de los muertos', una población mixteca donde aún vivían y rendían culto a los difuntos los indígenas cuando llegaron los españoles; ver las cúpulas bermejas de San Pablo aupándose sobre los muros y grecas de los recintos mixtecas es como captar una instantánea del choque de la conquista.

Hay otros sitios imprescindibles (Yagul, un macizo con pinturas rupestres prehistóricas sobre el cual se levantó una ciudad zapoteca; Daizú, Lambityeco). Voces del pasado que conviene conjugar con el alegre parloteo del mercado de Tlacolula (los domingos aún se practica el trueque), con las parrandas y festolines de las destilerías de mezcal (aunque ocupen el fondo del vaso gusanos del tamaño de un meñique) o las pausadas explicaciones de unos tejedores de alfombras. Y, por supuesto, con los acentos marinos y desenfadados de la fachada oceánica: el más antiguo Puerto Escondido, meca de surfistas, y las nueve bahías de Huatulco, con sus magníficas 36 playas y un gran emporio turístico, planeado con inteligencia y alevosía (lo mismo que Cancún) a lo largo de la década de los años ochenta.

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