_
_
_
_
_
CincoSentidos

Recuerdos

æpermil;stas son las líneas que una mujer escribe en su diario a su abuelo fallecido 12 años antes. En ellas expresa su amor por él y arrepentimiento por su conducta egoísta, propia de la infancia. Cuando ella era pequeña, él se le entregó en cuerpo y alma, pero ocurrió una inesperada desgracia y esa vida feliz, casi idílica, se desmoronó. Su abuelo tuvo que abandonarla y la entonces aturdida y enfadada niña renegó de todo. Hoy lo comprende

A pesar de estar en verano, el cielo está cubierto y hace frío. Sin embargo, hace doce años, el sol brillaba y corría una leve brisa. Aún lo recuerdo: el calor sobre la ropa negra, el olor a flores frescas y a incienso..., aquella tarde a las seis te enterramos.

Ha pasado el tiempo, pero no ha conseguido borrar tu recuerdo. Ahora ya no tendré a nadie al que oír contar historias y recuerdos de épocas pasadas al caer la tarde, al que acompañar en sus paseos y con el que compartir una parte de mi vida. También te añoro los domingos por la tarde, porque nos sentábamos juntos a ver Tenderete; cuando hace frío, pues ya no es lo mismo acurrucarse bajo tu manta sin ti; y cuando se celebran las romerías, ya que nunca encontraré una pareja de envite con tanta paciencia y maña para las trampas como tú. Sí, ha pasado el tiempo y con él muchas cosas, pero todavía te recuerdo perfectamente: la piel tostada, con arrugas y ajada por el sol, tu nariz igual que la mía, tu pelo blanco asomando bajo el sombrero, tus ojos niños que nunca envejecieron, pequeños, redondos y profundos que miraban con dicha y picardía a la vida, tus manos grandes y llenas de callos que revelaban una vida de trabajo y esfuerzo, pero sobre todo recuerdo la sonrisa que se te dibujaba en la cara cuando me espiabas mientras, subida en el ciruelo hacía que te robaba las ciruelas disimulando que no sabías que yo estabas allí. Si me ves, sabes que no miento.

Me gusta imaginar que, ahí arriba donde estés, me sigues llamando blandengue cuando me ves deprimida, pero también debes de estar enfadado, pues no he podido cumplir lo que te prometí.

Aún cuando te recuerdo o veo tus fotos, esbozando la mejor de mis sonrisas, no puedo evitar que mis ojos se inunden de lágrimas, pues, además de mi abuelo, eras mi mejor amigo.

Ayer me encontré delante del estanco a Damián, que acudía como siempre a comprar su cajita de Krüger a escondidas de Candelaria, aprovechando que ésta estaba viendo la novela. æpermil;l también te echa de menos. Ya no podremos ir juntos a Valle Guerra a ver luchar a su sobrino, pues sería recordar una vez más que nos faltas.

La abuela es la que peor lo lleva, ha pegado un gran bajón. Yo intento no dejarla sola para que no se deprima, pero es inútil. Más de una vez la he encontrado delante de su retrato de boda llorando y con tu sombrero en la mano. Se entretiene durante horas viendo pasar a la gente sentada en el banco del patio, pero, a veces, mira con ojos perdidos, retrayéndose de la realidad, evocando sus recuerdos y renovando la tristeza. Ya no estás tú para hacerla reír con tus ocurrencias, ni papá, el único que podría llenar tu ausencia y devolverle una razón para vivir. Como tú, no ha superado que la mar se lo arrebatase aquella tarde de noviembre mientras faenaba frente a la costa del pueblo ajeno a las nubes que, amenazantes, empezaban a levantarse desde la punta del viento.

Tú le enseñaste lo peligroso que resultaba pescar cerca de los acantilados, pero, afanado en llenar sus redes y en hacer una buena cogida que le permitiera comprar el traje de comunión a su hija, olvidó mirar a sus espaldas la lengua gris que poco a poco se iba acercando.

Aún recuerdo tu cara cuando, sentados comiendo castañas, vimos acercarse a Juan pálido y sobrecogido. No hizo falta que dijera nada. Me cogiste en brazos, me abrazaste con los ojos inundados de lágrimas y me llevaste con la abuela, para tú empezar con los preparativos del entierro. Esa misma tarde, junto con mi padre enterraste tu corazón. Ya no pude volver a alegrar tus tardes con mis risas, mis juegos y mis besos. Desde esa fría tarde decidiste dejarte morir.

Todavía se sobrecoge mi corazón cuando recuerdo la expresión de tu cara desde ese día. Ni siquiera cuando con voz amarga me contabas los desastres que habías visto en la guerra; tu mirada se volvía tan ausente.

Ya nada volvió a ser igual. Yo dejé de encontrar en ti a mi compañero de juegos, a mi más fiel amigo. Poco a poco me empecé a alejar de ti, empecé a pasar más tiempo con mamá, y las tardes en la huerta o en la cuadra empezaron a huir de mi mente. Me refugié en los libros buscando en ellos la compañía que mi corazón añoraba y las historias que tú ya no me contabas. Con ellos aprendí que existían otros mundos en los que refugiarme, que mucho de lo que me contaste tenía otra explicación más científica, y que las chicas de mi edad se divertían de otro modo. Poco a poco me arrepentí de haber perdido mi infancia en el pueblo, de que en lugar de otros niños, sólo tu fueras mis amigo, de no haber ido nunca al cine o a una obra de teatro… poco a poco me olvidé de lo feliz que fui y ahora me arrepiento de no haber pasado más tiempo contigo. Quizás entonces hubiera podido entender lo que mi corta edad no me dejaba: el vacío de tu corazón y la pérdida de las ganas de vivir en la que te sumergiste.

Yo, en cambio, me fui a estudiar fuera, conocí a gente de otras culturas, aprendí lo que era amar, sentí en mi piel el dolor y la tristeza del desespero del desamor, olvidé a Dios resentida por haberme arrebatado el resto de mi infancia por su egoísmo al haber alejado de mí a mi padre y a mi abuelo, incluso llegué a buscar la felicidad en sustancias que me prometían el paraíso. Sin embargo, nada pudo llenar mi vacío hasta que vi la cara de mi hija el día en que nació. Ese día lloré, no sólo de felicidad, sino de vergüenza, por todo el desprecio con el que había vivido el resto de mi vida. En ese momento supe lo que era ser madre, y pude comprender.

Esa misma tarde me llamó mamá al hospital para contarme que tú habías muerto.

Siento no poder decir que sentí angustia, puesto que lo único que venía a mi mente fue la certeza de saber del descanso que ahora tendría tu pobre corazón, ya no vivirás más oprimido por él.

Lo difícil fue volver al pueblo al entierro, volver a ver las caras que hacía años había olvidado, pero más ajadas por el paso del tiempo, las casas en las que me había criado, el olor de los árboles y las plantas que bordeaban la carretera, el silencio…, ese silencio que pensé no volver a oír viviendo en la ciudad. Todos los sentimientos volvieron poco a poco a surgir en mí; de repente entraba en el pueblo como aquella niña que lo había dejado hacía doce años cuando mamá decidió ir a la capital a vivir allí para buscar trabajo y para que yo estudiara en mejores colegios.

No tengo palabras para describir aquel momento, sólo se me ocurre vergüenza, por haberme arrepentido durante tanto tiempo de haber pasado mi infancia allí.

La congoja se hizo mayor cuando entré en la casa grande y la abuela me abrazó. Sentía el olor a leña en su ropa, y que bajo ésta ya no notaba las amplias caderas y la voluminosidad de su cuerpo, sino sus huesos y la curvatura de su espalda, testigo de duros años de trabajo en el campo y en la casa.

Llamé y busqué a Mulato por la cocina, pero la abuela me dijo que había muerto hacía más de un año. Sentí como un jarro de agua fría, pues todo lo alegre que conocía de niña parecía haber dejado de existir. Entonces puse los pies en el suelo y empecé a ayudarla en los preparativos del entierro, pues los años y la edad empezaban a hacer mella en ella presentándose en forma de olvido.

Sin embargo, la presencia de mi hija mitigó su dolor, y durante nuestra mi estancia reviví gracias a ella los ratos pasados al calor del hogar en la cocina. Enseñó a Claudia cómo preparar los mojos, a amasar gofio y a preparar arroz con leche. Yo, desde una esquina, las observaba viendo en mi hija la niña que yo fui entonces, embriagándome con los recuerdos que el olor de la comida iba trayendo hasta mi mente: los días de vendimia, el respeto en Semana Santa, las comidas de los domingos, el miedo que me daba la matanza del cerdo, etc. Estar en el pueblo, y en concreto en casa, era como leer las páginas de un diario que se fuera escribiendo en el tiempo.

æpermil;sa vez, cuando lo dejé para volver a casa y al trabajo, noté la tristeza de la primera vez, pero también noté como mi corazón volvía a ser el mismo que el de aquella niña doce años atrás. Gracias a ti, abuelo, me volví a encontrar a mí misma.

Ahora que vuelvo todos los años a tu misa y a pasar una temporada aquí, soy yo la que enseña a mi hija todo lo que tú me contabas sentados a la sombra del castaño cuando mi curiosidad por el mundo empezaba a surgir. Le cuento quién eras mientras vemos las fotos que la abuela guarda entre papel celofán en el baúl del desván, y a través de mis palabras y mis recuerdos te conoce y te quiere.

Como el tiempo pasa y nada en la vida se detiene, todos hemos vuelto a la rutina, pero en una parte de nuestros corazones hay una sombra que no nos dejará ser felices y que ha dejado tu marcha, aflorando especialmente en Navidad.

No me arrepiento de no haber querido verte sin vida el día de tu entierro, pues guardo para mí una imagen que me acompañará siempre: la de tu risa, tu honor y tu orgullo. Sólo una cosa, si me puedes oír, reza y vela por tu nieta, que te quiere y te recuerda, y ahora te dedica unas simples, pero sinceras líneas de un diario, que brotan desde el corazón a la mano, al primer hombre que marcó su vida, y que en un día como hoy nos abandonó para no regresar ya, nunca jamás.

Newsletters

Inscríbete para recibir la información económica exclusiva y las noticias financieras más relevantes para ti
¡Apúntate!

Archivado En

_
_