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Relatos de verano

Mi amigo americano

¡Pobre criatura! Ha caído irremediablemente en la trampa que le ha tendido su amigo el hombre blanco, el que tiene raros aparatos y es incomprensiblemente amable y cariñoso con él. Incluso le ha prohibido fumar, algo aceptado en el poblado en el que vive. Poblado regido por unas reglas que hay que respetar. Pero el protagonista de este cuento se las salta por su deslumbramiento por Jack y lo que le rodea. ¡Pobre generosa criatura!.

El día en que aprendí a caminar, Mbassu me cogió por la cintura y señaló la línea del horizonte donde se ponía el sol. Me dijo que mis pies podrían llevarme adonde quisieran, que toda aquella sabana que se abría ante mí era nuestra y que, como miembro de aquella tribu de cazadores aguerridos, mis pasos serían respetados por simba, kufaro, m'gomba, m§rodiy mamba. Luego me giró para que mis ojos no tuvieran otro espejo que los suyos. Tenía el rostro serio, coloreado por la luz de la fogata. Entoncesme explicó que había un lugar donde no podían llevarme los pies, y ese lugar era la gran casa de los blancos.

Cuando el cielo se cubría de nubes y llegaban las lluvias, toda la tribu agradecía a Gouréh el agua y el gran rebaño de caballos listados y de ñus que nos enviaba durante treinta lunas. Aquellos días eran los más celebrados en la aldea. Por entonces yo abría los ojos cuando salía el sol y pasaba todo el día jugando a cazadores con Ngugui. Una de aquellas mañanas, después de haber perseguido al gran rebaño, tomamos un camino construido por los blancos y la vimos desde lejos, más allá del río que alimentaba a nuestra tribu. Mis ojos no pudieron explicarme lo que me enseñaron. La casa era como el palacio del rey de todas las tribus, tan alta que ninguna jirafa podría oler el techo.

Por la noche les expliqué a mis padres el descubrimiento de la casa de los blancos. Ellos se lo contaron a Mbassu, y Mbassu me sacó de la fogata y me condujo por el camino de los que hablan solos. Allí me enseñó las estrellas, como Nyerba, Djerba, Bimuyu y Djamena, y después rezó mirando al cielo para pedirle a N'Yayi que ningún blanco regresase a aquel lugar. Yo también recé y les pedí a nuestros dioses que aquellos espíritus pálidos dejasen nuestra tierra en paz.

Pero no tardaron en volver. Mbassu se entristeció y dijo a toda la tribu que el retorno del hombre blanco era un castigo de Basji, que ellos traerían desgracias al pueblo. Entonces Mbassu reunió a los que no pasábamos de la altura de raya de Bastaré y nos prohibió acercarnos a los siervos del Basji. Pero Ngugui nunca obedecía a los que eran cazadores. æpermil;l decía que, como futuro djarib, tenía que conocer todos los secretos de Basji, incluyendo al hombre blanco.

Uno de aquellos días de lluvia fui con Ngugui al río que alimentaba nuestro pueblo. Mamba estaba tomando el sol y nos dejó tranquilos. Después de bañarnos, él sacó un poco de barro y se pintó la cara.

-¡Soy un cazador! -y gritó a la sabana para que le oyeran.

Yo le dije que no gritase, que estaba prohibido pintarse como cazador mientras su cabeza no pasase de la raya de Bastaré. Pero Ngugui me contestó que él nunca sería cazador, sino un djarib, y que como tal podía hacer cuanto se le antojase. Fue entonces cuando me contó lo de la casa grande y lo del hombre blanco.

Me habló de cosas sobre los blancos que ni tan siquiera los dioses podían imaginarse. Según él, ellos eran más sabios y poderosos que Mbassu, ya que su magia les permitía volar en pájaros de hierro y hablar entre ellos desde muy lejos, sin necesidad de levantar humo ni de gritar. También me contó que no eran siervos de Basji y que Mbassu les tenía miedo y envidia.

Yo no me creí nada de Ngugui, pero un día me atreví a ir con él a la gran casa de los blancos. Salimos de la aldea cuando los cazadores fueron a buscar el rebaño y las madres a recoger agua. Yo no me atrevía a atravesar el río, pero Ngugui tiró de mi brazo y me empujó. Y entonces crucé la puerta de la gran casa de los blancos.

El suelo no era del color de la sabana, sino que estaba cubierto por una alfombra de flores que nunca había visto. Un kibuyu que servía al hombre blanco nos recibió y nos condujo a la gran terraza. Cuando lo vi, sentado en la silla de mimbre, mi cuerpo empezó a temblar, pero él sonrió y me sentí más tranquilo. Su cabellera era del color de la sabana y brillaba como la melena de simba, y sus ojos imitaban el cielo sin nubes. Su nombre era Jack y dijo que era americano. Me cogió de la mano como si fuese mi padre y me enseñó la gran casa.

La gran casa de los blancos era un palacio lleno de tesoros. Algunos habían pertenecido a mi tribu o a otras hermanas. Pero la mayoría habían sido creados por manos blancas. También me enseñó la caja mágica donde podían ver más cosas que Mbassu. Al anochecer, antes de regresar a la aldea, el hombre blanco nos dio caramelos y nos dijo que podíamos regresar cuando quisiéramos.

Cada amanecer nos escapábamos para visitar a Jack. æpermil;l era un cazador y a veces desaparecía durante varias lunas. Pero sus servidores kibuyu nos abrían las puertas para que jugásemos con los tesoros del hombre blanco. También corríamos por el jardín, imitando el vuelo de los pájaros de hierro, o nos bañábamos en el pantano de agua limpia que había construido el hombre blanco.

Mi amigo americano no era como Mbassu. æpermil;l nunca maldecía a nadie ni tenía enemigos. Yo le pregunté si alguna vez podría ir a América a ver los pájaros de hierro y las casas gigantes, y él se rio, mientras se iluminaban sus ojos del color del cielo.

De tanto en tanto Mbassu traía cigarrillos a la aldea y los repartía a las familias si cumplían con las leyes de los dioses. Pero cuando me puse uno en la boca y lo encendí desde la caja de fuego, Jack se enfureció, me lo quitó de los labios como si fuese una mosca tse-tse y lo pisoteó hasta convertirlo en hierba aplastada por m'Rodi. Fue la primera y la última vez que lo vi enfadado. Más tarde mi amigo americano se tranquilizó y nos contó que el tabaco era muy malo para los hombres, sobre todo para los niños. Yo le dije que Mbassu nos dejaba fumar y él me dijo que Mbassu estaba equivocado, que los blancos en algunas cosas sabían más que Mbassu, y que fumar sólo servía para caer atrapado por el demonio, que era el Basji de los blancos, y para caminar rápido hacia el reposo del eterno durmiente.

A partir de entonces mi amigo americano sólo nos dejaba entrar si no habíamos fumado. Se ponía de cuclillas para estar a nuestra altura, nos miraba los dientes y nos olía el aliento para descubrir la verdad. Luego nos dejaba entrar y pasábamos el día jugando con sus tesoros, o contemplando las fotos de su tierra de aldeas gigantes, y luego regresábamos a la tribu cuando el fuego ya se había quedado solo.

Un día después de las lluvias, N'Habi, que era tan sigiloso como un leopardo cuando persigue a un impala, nos siguió sin que pudiéramos descubrirlo. Nos vio cruzar el río y entrar en la gran casa de mi amigo americano. N'Habi, que quería ser el djarib, se lo contó a Mbassu y Mbassu reunió a toda la aldea junto al fuego.

El djarib dijo que Ngugui y yo habíamos caído en la trampa del hombre blanco y que estábamos embrujados por Basji. Rezó y suplicó a N'Yavi que nos curase de aquella enfermedad maligna. Todos los cazadores bailaron alrededor del fuego para salvarnos y se arrodillaron ante la luna. Mbassu sacó la cola de simba, que también era la crin de blevet, y con ella nos golpeó la cara y habló en secreto con N'Yavi. Cuando terminó la cura, él sacó el bastón de Gouréh y marcó una línea alrededor de la aldea. Dijo que nadie que no fuese cazador o madre podría cruzarla hasta que no hubiésemos expulsado al espíritu maligno, y que para ello sería necesario quemar la gran casa. æpermil;l ordenó a los cazadores que, a la luna siguiente, llevasen el fuego a la morada del hombre blanco para expulsarlo de allí para siempre.

Cuando fuimos a dormir, yo me tumbé pero no cerré los ojos. Pensé en las palabras de Mbassu. æpermil;l había dicho cosas que no eran ciertas y quería engañarnos. Yo no estaba enfermo ni hechizado. Pensé que Ngugui decía la verdad y que el djarib odiaba al hombre blanco porque era más poderoso que él.

Antes de que el sol iluminase la sabana, salí de la choza y crucé la línea que Mbassu había trazado con el bastón de Gouréh. Corrí como lo hace el gran rebaño cuando huye de simba, crucé el río y entré en la casa de Jack. æpermil;l estaba en el salón, sujetando un bastón tan delgado como el de Gouréh. Frente a él estaba una mesa del color de las hojas, donde chocaban entre sí unas bolas mágicas. Entonces le expliqué el plan de Mbassu. Yo pensé que mi amigo americano caería en el espanto de m'Rodi cuando ve un ratón, pero él siguió como simba cuando duerme bajo la sombra de un baobab. Se inclinó, me miró la boca y los dientes, y me preguntó si había fumado. Le dije que no y entonces Jack habló desde la caja mágica que envía las voces desde un hilo. Cuando cerró la caja mágica me dijo que no pasaría nada, que los policías vendrían a proteger la casa y que podía marcharme, pero yo no quería y le pregunté si podría ir con él a América.

Llegó la noche y Jack y yo nos sentamos en la terraza de la gran casa. Desde allí vimos cómo una fila de fuegos caminaba entre la sabana, como los espíritus de Mbina cuando van a buscar a un eterno durmiente. Mbassu iba delante, gritando contra el hombre blanco, diciendo que era el más temible de los siervos de Basji. Pero los fuegos se detuvieron porque había muchos policías. Tuvieron que regresar a la aldea, pero antes Mbassu me llamó y me dijo que volviese con ellos, que no me castigarían. Yo no abrí la boca para decir palabras a un djarib que mentía a los dioses y engañaba a sus hermanos. Además, yo quería ir a América, volando en un pájaro de hierro. Cuando se marcharon, Jack me llevó a una habitación, pero yo no quería dormir solo. Nunca lo he hecho. Al final me tumbé en la piel de simba y soñé junto a Jack, mi amigo americano.

Cuando salió el sol, otro hombre blanco vino a visitar a Jack. Tenía pelo en las mejillas como los babuinos y cristales en los ojos. Su piel estaba arrugada y pensé que habría vivido tantas lunas como Mbassu.

El hombre, que se llamaba Walter y era médico de los hombres blancos, llevaba una caja donde guardaba sus objetos mágicos. æpermil;l no tenía el bastón de Gouréh, pero sí otros que servían para ver lo que había dentro de mi cuerpo. Me hizo escupir y estudió mi saliva. Walter estuvo conmigo una hora, examinándome de pies a cabeza como si fuese un dios. Al final me sonrió y me preguntó si fumaba y yo le contesté que no, y él se alegró.

Me frotó la cabeza y dijo que ya había terminado. Luego se fue con Jack a la terraza, donde se sentaron en sus sillas de mimbre y hablaron de aquellas cosas que sólo comprenden los hombres blancos. Yo me escondí y escuché sus palabras. Muchas cosas no las entendía, pero otras sí. El médico decía que un niño de América, más rico que el rey de todas las tribus, estaba esperando a que yo le trajese una cosa. Yo quería ayudarle, así que fui a mi amigo americano y le dije que sí, que quería llevarle al niño aquella cosa tan importante que se llama pulmones y que le haría muy feliz.

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