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CincoSentidos

Frutos secos y contratos basura

Nuestro narrador se encuentra a bordo de un avión que vuela desde Heidelberg hasta Barcelona. Observa a las azafatas y el trabajo que desempeñan, y esto lo lleva a recordar los múltiples empleos que realizó antes de aprobar las oposiciones. Se detiene en su labor de chófer de la vieja Elena, estrella del espectáculo en sus buenos tiempos. La relación que se estableció entre ellos fue muy especial, y es el motivo de este viaje.

Con sus fulminantes miradas y sus réplicas paralizadoras las azafatas de este vuelo formarían una letal unidad de asalto en una guerra mundial entre sexos. Implacables en su simpatía, huelen a perfume caro y no es difícil imaginarlas en la ventana de un hotel contemplando las calles de una ciudad extraña con gesto ensimismado. Tienen nombres que son un homenaje a la brevedad fonética, Karen, Rita, Ute, hacen gala de un código secreto de gestos para comunicarse, y sus cuerpos exfoliados irradian un protector campo de fuerza mientras avanzan por el estrecho pasillo repartiendo el triste aperitivo que la compañía aérea ofrece a los pasajeros para agradecer su contribución con el balance de beneficios anual.

Atender con una sonrisa permanente, velar por la seguridad del pasaje como si fueran niños en un parque infantil y estar siempre dispuesta a satisfacer sus peticiones no es la peor de la manera de ganarse la vida. Durante un tiempo trabajé de chofer para una famosa estrella del cabaré retirada. La vieja Elena, que así se llamaba -aunque sospecho que su verdadero nombre debía de ser Clotilde, Eduvigis o alguna otra cacofónica combinación de sílabas poco adecuada para el mundo de la farándula-, pasaba las horas rodeada por una bulliciosa corte de caniches blancos. Su única conexión con lo que sucedía fuera de aquel museo de cortinas aterciopeladas y retratos en los que aparecía toda emplumada, con los brazos levantados y un mohín picaruelo estampado en su cara maquillada eran sus visitas al cementerio para depositar un rosa en la lápida de cada uno de sus tres amantes. Con el rostro cubierto por un velo negro, hiciera sol o cayeran chuzos de punta, se plantaba ceremoniosa ante la tumba de cada uno y derramaba unas lágrimas mientras yo trataba de mantener a una prudente distancia su excitado séquito de caniches. Luego, durante el trayecto de vuelta se dejaba llevar por la nostalgia sumergiéndose en un monólogo sobre aquel grupo de hombres a quienes años después de su muerte aún seguía rindiendo aquel singular tributo.

El primero de ellos había sido un crítico teatral, elegante y vitriólico, sin cuya ayuda quizás nadie hubiera conocido a aquella jovencita de piernas largas y sonrisa luminosa que a un ritmo de dos funciones por día se ganaba la vida como corista en una compañía de variedades. Fue él quien después de verla actuar en un ruinoso casino de un pueblo de Zaragoza, donde había pernoctado por culpa de una avería en su coche, consiguió su primer contrato importante en una compañía de Barcelona. El piso en el Ensanche y las visitas regulares todos los miércoles y viernes vinieron más tarde porque el crítico, como todos los admiradores que iba a tener a lo largo de su vida, estaba casado. Los celos, las discusiones y las peleas lo hicieron poco después, cuando sus artículos tuvieron que competir en elogios con otros críticos que en seguida vieron en aquella jovencita desconocida a la nueva reina de la noche barcelonesa; pero, a pesar de ello, siempre hablaba de él con cariño porque no ignoraba que sin aquella inesperada avería de su coche su vida hubiera sido muy distinta.

Convertida ya en la primera estrella del espectáculo, cambió su nido en el Ensanche por un discreto apartamento en la parte alta y reorganizó su agenda de la semana mientras la fama de sus kilométricas piernas comenzaba a extenderse por la ciudad. A regañadientes, el crítico teatral se tuvo que resignar con verla la tarde de los viernes porque un comisario de policía, amigo personal del dueño del cabaré, se encaprichó de ella y pasó a ocupar la de los miércoles. El comisario Peláez, que así se llamaba, vivía con dos únicas obsesiones: acostarse con mujeres bellas y capturar un pistolero anarquista famoso en la ciudad por haber asaltado un meublè en Pedralbes. Para lo primero contaba con una amplia red de colaboradores que pagaban sus deudas con el comisario allanándole el camino hacia las alcobas más famosas del momento. En cambio, para lo segundo aún habría de esperar varios años, tiempo que ocupó acudiendo en su compañía a los estrenos más rutilantes del Liceo y obligándola a mantener un romance con un joven ex presidiario que la prensa se encargó de airear para proteger la reputación del comisario cuando su esposa amenazó con denunciarlo a los tribunales. Sólo hubo una cosa que aquel Pigmalion cuyo nombre helaba la sangre en los calabozos de Vía Layetana no pudo controlar, y fue que la vieja Elena se enamorara de aquel estudiante de veterinaria acusado de repartir propaganda subversiva y que un año más tarde internara con nombre falso en un orfanato el fruto del amor nacido entre ambos.

-El amor es lo más grande de esta vida -decía con la mirada perdida en la fachada de los edificios que dejábamos atrás.

Por aquel entonces, lo único grande en mi vida eran mis problemas para pagar los setenta metros mal iluminados de mi apartamento del Raval. Había llegado a Barcelona para estudiar Filosofía y cinco años después paseaba mi título de licenciado por las oficinas de empleo temporal a la espera de que el Ministerio de Educación hiciera pública la fecha de las oposiciones. Mi prolijo expediente en la tesorería de la Seguridad Social no engaña: he repartido publicidad en la entrada del metro, he servido copas en after hours que no hubieran desentonado como tétrico escenario de una película de zombis, he repostado coches en una estación de servicio, he pedaleado para una empresa de mensajería ecologista cuyos empleados se desplazaban en bicicleta por política de empresa, he vendido apartamentos de multipropiedad en paraísos que difícilmente lograría situar en un mapa, y por espacio de un par de semanas, atendí durante el turno de noche la centralita de una empresa encargada de la seguridad de un polígono industrial situado en la Zona Franca. En cierto modo, puedo afirmar sin miedo a parecer presuntuoso que pertenezco a una generación que ha logrado el sueño de vivir por su cuenta gracias a toda clase de trabajos mal pagados y una dieta alimenticia cercana al vegetarianismo forzado.

Supongo que para la vieja Elena, acostumbrada a ser objeto del deseo de empresarios, banqueros y oficiales del Ejército, mi existencia de opositor a base de frutos secos y contratos basura debía ser tan exótica como tener un papagayo de Costa Rica. Cuando se cansaba de recordar la legión de admiradores que habían caído rendidos a sus pies haciendo cola a la puerta de su camerino con hermosos ramos de flores y promesas imposibles de matrimonio, me animaba a repasar con ella el tema que estuviera preparando aquella semana, pero, como no podía ser de otro modo, si mis explicaciones se adentraban por vericuetos demasiado abstractos perdía fácilmente el interés y no se molestaba en disimular su aburrimiento con un elocuente bostezo. Sin embargo, su rostro lleno de arrugas se iluminaba con un brillo casi infantil cuando escuchaba las verdaderas razones que convencieron a la reina de Suecia para contratar los servicios de Descartes, los oscuros motivos que se escondían detrás de la condena de Sócrates o qué fue lo que empujó al atormentado Nietzsche a lanzarse a los pies de aquel carromato turinés en 1889.

-El problema de la filosofía es que se empeña en demostrar que las cosas pueden ser distintas a como las vivimos -decía expulsando el humo de su cigarro con un gesto ensayado mientras yo la miraba por el espejo retrovisor y acompañaba mi sonrisa con su suave tamborileo de los dedos sobre el volante de aquel asmático Hispano Suiza que ya parecía haber iniciado un lento aunque inexorable descenso hacia su definitivo estertor.

Poco tiempo después de su regreso a los escenarios, celebrado por la crítica con una lluvia de encendidos elogios, la magia de la televisión comenzó a vaciar el patio de butacas y atrás fueron quedando para siempre los días que salía del teatro escondida en una ambulancia para huir del acoso de sus admiradores. De aquella época de brillantes lentejuelas, canciones picaronas y botellas de cava descorchadas a la luz de la vela conservaba en cuestiones de dinero un trasnochado estilo de aristócrata venida a menos que la empujaba a visitar el casino cada cierto tiempo. Las atribuciones de mi trabajo se ampliaban entonces con la de acompañante que observaba discretamente los destellos refulgentes de las máquinas tragaperras, la magnética opacidad de los números atrapados en sus casillas y el cascabeleo asimétrico de la ruleta, mientras ella dilapidaba su fortuna siguiendo la estela caprichosa del azar con toda clase presentimientos que la realidad se encargaba luego de demostrar ineficaces.

Hay apodos crueles, excesivos, magnánimos, condescendientes. En el origen del apodo con que la vieja Elena llamaba al crupier de su mesa favorita estaba la indiferencia que gastaba hacia cada una de sus nuevas víctimas. Rostros desencajados, rictus de desesperación, miradas ausentes como si estuvieran ante un profundo abismo, muecas de dolor, gestos de impotencia. El registro expresivo de la derrota era amplio, variado. La expresión de Caranabo, no. Su cara era siempre la misma, inexpresiva, sin vida: ojos como hendiduras, la frente abultada, una mata alborotada de pelo hacia la derecha, la piel picada de viruelas. No era la primera imagen que acudía a la cabeza, pero en la derrota la vieja Elena combatía su desesperación con ingenio y no había jugador que no acabara viendo en la cara del crupier que les había desplumado lo que a primera vista les había pasado desapercibido, un tubérculo, un nabo, mientras Caranabo, consciente de ello, se limitaba a recoger las fichas sin decir nunca nada porque para eso le pagaban: para quedarse con el dinero que ellos se jugaban.

Afortunadamente, las oposiciones se convocaron antes de que lograra arruinarse por completo. Pasado el tiempo obtuve una beca en el extranjero y desde entonces resido en un pequeño pueblo a las afueras de Heildeberg, donde cada mañana hablo de las verdaderas razones que convencieron a la reina de Suecia para contratar los servicios de Descartes, los oscuros motivos que se escondían detrás de la condena de Sócrates o qué fue lo que empujó al atormentado Nietzsche a lanzarse a los pies de aquel carromato turinés en 1889 a un grupo de alumnos que atienden mis explicaciones con profesionalidad burocrática. Nunca más he vuelto a pisar un casino y en el huerto que tenemos detrás de nuestra casa, la mujer con la que duermo cada noche cultiva un pequeño huerto donde crecen patatas, nabos y cosas por el estilo porque odia las rosas que decoran los cementerios. Mi vida actual es tranquila y apacible, la clase de vida que siempre soñé vivir. Pero, según supe por la carta que me escribió el hijo de la vieja Elena a su fallecimiento, en la ciudad donde aterrizaré dentro de una hora, aparcado en el garaje de una casa ya deshabitada, hay un asmático Hispano Suiza de mi propiedad para que nunca olvide mis días de opositor a base de frutos secos y contratos basura.

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