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CincoSentidos

Las ganas de vivir

Martín quería evitar lo que parecía ineludible: una vida lenta y dolorosa, con llamadas sin respuesta, sintiendo vergüenza y con la duración interminable de cada día sin ver a Carlota. Pero era incapaz de suicidarse, prefería colocarse en una situación en la que la supervivencia fuera imposible. Sin embargo, vivió la existencia que más temía, la que lo había impulsado a saltar por la fuerza, pero fue feliz. Las personas somos criaturas extrañas.

Se puso la gorra de capitán y se sentó para calcular la posición exacta: 43 grados, 12 minutos de latitud norte y 13 grados nueve minutos de longitud oeste. La anotó en el cuaderno de bitácora, añadió la hora (1.40 a.m.) y la fecha (16 de septiembre de 1995) y firmó con su nombre y dos apellidos: MartínMaqueda Ortiz. Dejó sobre el pupitre el reloj, la cartera y una foto de su hija. Salió a cubierta y miró el cielo encapotado: no se veía ni una sola estrella.

Luego saltó por la borda.

Antes de saltar, quizá imaginara su muerte lenta y dolorosa, su carne arrancada a mordiscos por los peces, la deriva impredecible de su cadáver en el océano y el sufrimiento de Carlota.

O quizá imaginara en cambio el resto de su vida lenta y dolorosa. Esa vida que le esperaba si no se tiraba al agua: las llamadas sin respuesta, la vergüenza y la duración interminable de cada día sin ver a Carlota.

A mí siempre me dijo que allí, sobre cubierta, bajo el cielo opaco y amenazador, no había pensado en nada. Según repetía, la decisión ya estaba tomada y era irreversible cuando zarpó de Sanjenjo sin combustible para volver a puerto. Martín Maqueda era así: incapaz de matarse, prefería ponerse en una posición que le hiciera imposible sobrevivir y sentarse a esperar acontecimientos. Una vez en el agua, hizo lo mismo: sabía nadar, así que se mantuvo a flote, aunque confiaba en que a las pocas horas se le agotarían las fuerzas.

La lancha se llamaba como su hija, Carlota II. En el puerto tuvo que romper el precinto del Juzgado. Navegó hacia poniente hasta que vació el depósito, de noche, en mitad del Atlántico.

No logró alejarse mucho, le encontraron al amanecer, a poca distancia del Carlota II. El pesquero avisó por radio y al día siguiente un guardacostas le devolvió a puerto y a sus cuentas pendientes con la justicia.

Lo que no saben los padres ni los hijos, ni siquiera el amigo o la amante, siempre acaba uno contándoselo al completo desconocido que se encuentra en un vagón de tren o en el bar de un hotel. Somos así: extrañas criaturas solitarias.

Martín sólo pasó una noche a bordo del Tito, le dieron de comer, le abrigaron con mantas y le ofrecieron una botella de coñac. Basilio Riestra, marinero, le hizo compañía hasta que el sueño venció a Martín.

-No me caí -le confesó Martín al marinero-. La verdad es que salté a propósito. Ya no quiero vivir así.

Basilio le miró en silencio y Martín siguió hablando.

Le contó que era director de una sucursal de banco en Santiago. Al año de nacer Carlota, su mujer murió en un accidente de automóvil. Sin el sueldo de María Eugenia, Martín tenía dificultades para llevar a la niña a un colegio especial, contratar cuidadoras y mantener la casa de Santiago y la de Sanjenjo. Carlota padecía síndrome de Down. Martín le hubiera enseñado una foto al marinero, como solía hacer, pero la había dejado a bordo del Carlota II. Tras la muerte de María Eugenia fue cuando debió de empezar a planear el desfalco. A lo largo de tres años consiguió apoderarse de casi medio millón de euros: un delito continuado que parecía una desesperada invitación a ser descubierto.

-¿Y con ese dinero compraste la lancha? -se sorprendió Basilio.

-Claro. A mi hija le gusta mucho el mar.

-Somos así -comentó Basilio sin mirarle a los ojos.

El desfalco era grave, pero peor fue que lo hubiera llevado a cabo a través de los fondos de pensiones. Tuvo que enfrentarse, no sólo a la devolución del dinero (en su mayoría ya gastado, aunque no sólo en la lancha), sino también a las indemnizaciones que exigieron los numerosos damnificados. La compra de la embarcación de recreo sin duda pesó en el juez, que dictó una sentencia severa. Se libró de la cárcel, pero perdió la casa, el barco y el empleo. La Comunidad le quitó también la tutela de la niña. La enviaron a un Centro de Acogida y sólo le permitían visitarla los fines de semana. El abogado de oficio le advirtió de la gravedad de la situación: si no encontraba trabajo y un domicilio, la niña acabaría siendo entregada en adopción.

-Hay que vivir, aunque sea panza arriba -le recomendó Basilio.

-¿Vivir así? No vale la pena. Ya no.

-Ganar cuando se llevan buenas cartas está al alcance de cualquiera. También hay que aprender a jugar de farol.

Como siempre sucede, Martín le explicó que no lo entendía: él no tenía ninguna posibilidad, su situación era muy distinta, sin remedio, sin comparación con ninguna otra.

A su edad, con sus antecedentes, no encontraría ya ningún empleo. Tendría que trabajar en un Burger King o en un matadero y vivir en una pensión o en un piso compartido. Durante años, la mayor parte de su sueldo estaría embargada para pagar las indemnizaciones. Quizá evitara que Carlota fuese entregada en adopción, pero permanecería interna, bajo custodia institucional, hasta su mayoría de edad. Su vida sería un infierno, lento y doloroso, trabajaría sin descanso y sólo podría ver a su hija algunos fines de semana, cuando librara.

-No tiene por qué ser así -opuso Basilio.

Y luego le dijo lo que le habría dicho cualquiera: que podía encontrar un buen trabajo, que recuperaría a su hija, que acabaría por salir adelante.

-Palabras, palabras, palabras... -cabeceó Martín.

Se acabaron la botella de coñac y Martín, agotado, se acostó en una litera.

Según me dijo, aquella noche soñó que caminaba en la oscuridad y escuchaba pasar un río a su lado. Cuanto más profundo se hacía, menos se oía la corriente de agua.

Basilio pensó que todo lo que le decía no iba a servir de nada. Así se lo dijo al capitán y así me lo dijo a mí mucho después.

Sin embargo el marinero se equivocaba y a la vez acertaba.

Martín nunca volvió a intentar suicidarse. En eso se equivocó Basilio: lo que le dijo sirvió de algo.

Su vida fue lenta y dolorosa: ni encontró un buen trabajo, ni recuperó a su hija, ni acabó por salir adelante. En eso acertó: no fueron más que palabras.

Vivió la vida que más temía, la que le había empujado a saltar por la borda. Y, sin embargo, Martín fue feliz: me lo dijo con lágrimas en los ojos, un día antes de su muerte. Entonces ya no podía levantarse de la cama. Sus compañeros de piso, tres jóvenes ecuatorianos, le cuidaban. Era inútil ingresarlo en un hospital: el cáncer se había extendido a otros órganos, entre ellos el cerebro. Vivían en un diminuto piso bajo de la calle Burladero y los cuatro dormían en colchonetas sobre el suelo. No había calefacción ni agua caliente. Su hija seguía interna en el Centro de Acogida: acababa de cumplir los quince. Martín me preguntó por Basilio, el marinero al que nunca había vuelto a ver, y me hizo prometerle que llevaría a Carlota a navegar.

Lo hago a menudo. Es una chica alegre y cariñosa, y quiere estudiar Arqueología, no me explico por qué.

Somos así: criaturas solitarias, incomprensibles.

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