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CincoSentidos

Salamanca

En este relato tenemos la posibilidad de recorrer Salamanca y de recordar §El licenciado Vidriera§, de Miguel de Cervantes. Dos antiguos amantes vuelven a la ciudad en la que residieron hace años y se dedican a pasear por sus monumentos y callejuelas. æpermil;l siente un terrible dolor en una pierna, pero hace todo lo posible por ocultarlo. En un momento dado ella lo percibe y le da una explicación. Abandonan la ciudad por separado.

Miró la plaza: vértigo de oro; óxido, agua temblorosa puliendo cada piedra. Extendió su mano y se aferró al brazo de la mujer. Caminaron con acelerados pasos y sintió un chispazo en la cadera. Justo al detenerse quiso comentarlo, pero no pudo abrir la boca: el frío mordió sus labios.

Vamos -dijo la mujer y avanzaron hacia la Rúa.

æpermil;l quedó en silencio. En el fondo agradecía que el aire helado hubiese adormecido su boca.

'En sus bolsillos asomaban montones de libros cubiertos de humedad. Parecía llevar tres o cuatro abrigos encima'

'Se tomaron de las manos. æpermil;l sintió que los dedos de la mujer, delgados, pequeños, merecían la desmemoria, el disimulo'

La ciudad entraba en ellos. Cubría sus huesos. Envolvía cada poro con rotundidad. 'Igual que la desnudez a los veinte años', pensó él y apretó el brazo de la mujer. Caminaron unos metros hasta que atisbaron la Catedral nueva. Gris líquido; plata ennegrecida. La mujer alzó la mano para señalar una de las puertas. El aire pareció crujir; juego de sombras, claroscuros, ruidosas telas. Un bulto irrumpió a su lado derecho y trastabilló.

¿Estáis locos? ¿No sabéis lo que pudo ocurrirme?- murmuró con ira un anciano de ojos azules y cabellos pálidos.

La mujer y el hombre murmuraron explicaciones sin comprender lo que sucedía. El viejo los miró con desprecio. En sus bolsillos asomaban montones de libros cubiertos de humedad. Parecía llevar tres o cuatro abrigos encima; una sucesión de chaquetones rodeados por bufandas de colores terrosos.

Le pidieron disculpas. El anciano se marchó caminando con pasos lentísimos, oteando la calle, palpándose los brazos, las piernas.

Olvidaron el incidente unos minutos después, acodados sobre el puente romano, apretados el uno contra el otro para engañar el aire helado que soplaba desde la meseta. El hombre avanzó su mano y acarició uno de los senos de la mujer. Pensó que sería espléndido hacerle el amor. Ella quizás intuyó sus pensamientos y sonreída lo obligó a caminar hacia la casa Lys, pero antes de salir del puente volvió a ocurrirles. La farola dibujó con nitidez la figura del anciano que habían tropezado minutos atrás.

Allí está -dijo la mujer.

Es un viejo, sólo un viejo -murmuró el hombre fingiendo indiferencia.

La pareja se alejó y con paso veloz subieron por San Pablo. Voltearon para verificar que el anciano no los seguía y a pesar de la niebla confirmaron que la calle quedaba solitaria, recorrida por una humedad sepia que colgaba de los árboles.

El hombre abrazó a la mujer. Le dio un beso en los cabellos y miró hacia las nubes. Sintió el pinchazo en la cadera. Una chispa pequeña, fatua, que se disipó en pocos segundos. Se detuvo fingiendo que deseaba abrigarse mejor. No quería que ella lo viera cojear. Eso no. No lo quería. Le propuso caminar con más parsimonia. Poco a poco retornaron a la plaza y de allí buscaron la Meléndez. Dudaron un rato hasta que dieron con el bar que buscaban y con los dedos entrelazados se detuvieron en Las Velas, aquella calle mínima de poco más de un metro en la que muchas veces se recostaron a tomar el fresco durante el verano.

Pidieron un café, un zumo, un brandy, otro café. Fumaron. æpermil;l creyó que el dolor se apaciguaba. Una sensación gélida avanzó por su pierna: hormigas sobre la piel. Quiso ir al hotel de inmediato pero ella propuso que visitaran el Castillo Gótico. 'No, mañana, mejor mañana', murmuró él sabiendo que no tendrían tiempo. La mujer pareció desencantada. 'Porque tampoco hemos ido a la Zamora... ¿No te gustaría mirar el apartamento pequeñito donde vivíamos?', replicó el hombre. Ella hizo un gesto repulsivo con la boca: una negativa áspera, displicente.

El hombre golpeó el borde de la mesa con sus nudillos y miró las uñas de la mujer. Un color pálido, brillante. 'Me gustaría ver las noticias. Tengo días sin saber nada de allá... son seis horas de diferencia, ¿no?', murmuró ella. '¿Para qué quieres enterarte? Será el horror de siempre. El asco de siempre y los tuyos devorándose cada...', soltó el hombre con voz gruesa. Al contemplar que las orejas de la mujer tomaban un tono encarnado se arrepintió y dejó la frase colgada en el aire. Esperó que ella le reclamase algo. La mujer fumó con rabia, mirando hacia el techo, y a los minutos el hombre perdió su docilidad. ¿Por qué tenía que ser delicado? ¿Por qué él precisamente? Estuvo a punto de largar una frase punzante, pero de nuevo quedó fascinado por el rostro de ella. 'Es tan hermosa', pensó.

Se tomaron de las manos. æpermil;l sintió que los dedos de la mujer, delgados, pequeños, merecían la desmemoria, el disimulo. Hundió su rostro en las manos de ella y durante un instante lamió el pliegue entre el índice y el pulgar. La mujer se electrizó. '¿Nos vamos?', dijo con voz pastosa.

Avanzaron hacia el hotel: un pequeño edificio en la calle Compañía. El hombre giró el rostro un par de veces, pues le pareció que una sombra parpadeaba a sus espaldas. Recordó en los pasos vacilantes del anciano.

No vio a nadie.

Después de que un recepcionista con ojeras les diera la llave del cuarto, empezaron a desvestirse en el ascensor y saltaron sobre la cama como una tromba. Retozaron un buen rato, repitiendo con más fiereza los gestos sudorosos de la mañana cuando apenas habían arribado a la ciudad.

Palpitantes, enrojecidos por los arañazos, por los mordiscos, quisieron descansar un poco y encendieron la televisión. Ella poco a poco se hundió en el sueño. æpermil;l verificó que no quedaban ni rastros de los programas que los dos miraban en los tiempos de la universidad.

Desnudo caminó hacia el ventanal que daba a la calle. Le dolía la quietud de la noche: ese aire mineral, inmóvil, esas nubes bajas, ese polen flotando en la brisa. Trató de respirar hondo. Quedó paralizado. Justo bajo su ventana lo contemplaba el anciano que habían tropezado un par de veces durante el día.

Se contemplaron durante varios minutos. El hombre permaneció congelado, como si ese rostro mugriento, añejo, hiciera más soportable el viento hueco de la madrugada, esa sensación de asfixia encajada en el pecho.

Ya os lo advertí -rugió el anciano- Soy de vidrio. Tened cuidado.

El hombre retrocedió. Pensó en despertar a la mujer. Pero mejor no. Mejor no.

Se asomó a la ventana al escuchar los pasos del anciano. Vio su espalda huesuda alejándose con lentitud. Sintió una mezcla de alivio y desolación al ver que su silueta se borraba en la noche.

El hombre abrió el minibar y en dos sorbos despachó una botellita de whisky. Sintió que la llamarada del alcohol lo relajaba. Le pareció que dentro de él un metal hervía y convertía sus huesos en fulgor dorado.

Avanzó sobre la mujer. La despertó lamiéndola desde sus pies hasta el abdomen. De nuevo se abrazaron, pero desde el principio él supo que algo ya era distinto. Buscó y buscó nuevas posiciones para ignorar el pequeño fogonazo que lanzaba su cadera. Intentó pensar que ese dolor crujiente le proporcionaba placer, hasta que llegó un momento en que apenas pudo arrastrarse sobre la cama.

La mujer tardó en darse cuenta.

Torpe, confusa, dejó de mecerse sobre él y luego intentó aproximar su mano a la cicatriz que se hinchaba sobre la piel como una boca. El hombre la apartó con brusquedad. Sin cambiar de postura, alargó su mano y sacó de sus ropas un par de pastillas. Intentó sentarse. Desde la frente le caía un sudor ácido.

Encendieron cigarrillos. Tal vez por eso ella tardó en descubrir que el hombre lloraba. Sacudió el humo y pudo ver sus ojos brillantes, achinados. Al principio ella volteó el rostro. Trató de fingir que no se daba cuenta pero, cuando el hombre se mordió los nudillos con ferocidad, ella habló:

Yo no lo hice, te lo juro. Yo no llamé a los soldados.

No hablaron durante el resto de la noche.

El quedó sobre la cama, inmóvil, opaco, con la pierna extendida. Ella intentó dormir en una silla del lado derecho.

Casi al amanecer el hombre se bajó de la cama y en cuclillas llegó junto a la mujer. Estrechó sus manos. Luego recordó que pocas horas atrás había estallado en la calle un estruendo, como si miles de botellas estallasen a un mismo tiempo. Pensó en adolescentes, en peleas, en vino barato.

Salieron a la calle un rato antes de entregar la habitación. Al llegar al Palacio de Anaya se sentaron en los escalones y contemplaron el vuelo febril de los pájaros. Los dos llevaban guantes y desde sus bocas salía un vaho brillante.

'¿Alguna vez hemos vuelto a ser tan felices como cuando estábamos aquí?', dijo él con voz queda.

La mujer le acarició la cara y se recostó en su hombro. Miraron las nubes: terso azul de los cielos. '¿A qué hora te irás?', preguntó ella. 'A las cinco', contestó el hombre. 'No sabía que hay tren a esa hora, mi tren sale a las cuatro', contestó la mujer. 'No, yo me voy en autobús, recuerda que nos gustaba más el autobús', aclaró él. La mujer suspiró. 'Me gusta más el tren. Siempre me gustó más el tren. Nunca te lo dije'. Quedaron en silencio unos segundos. '¿Discutíamos mucho?', preguntó el hombre, 'ya sabes ¿discutíamos sobre política, sobre esas cosas?'. La mujer hizo un gesto negativo con la cabeza. Frente a ellos un árbol se llenó de pájaros y las ramas parecieron erizarse. Ahora fue el hombre quien permaneció en silencio y con su mano enguantada acarició las columnas del palacio.

Se pusieron de pie.

Yo no los llamé -repitió la mujer- yo no sabía que tú estabas en la manifestación, yo no sabía que estabas trancando la calle y tocando las cacerolas.

El hombre alzó las cejas y con sus dedos hizo un gesto de silencio. Siguió caminando. Sentía que el ocre de las piedras lo envolvía como una última inocencia, como una edad extraviada.

Al llegar al hotel cada uno pidió un taxi. La mujer se acercó mucho a su rostro y le mordió la boca. æpermil;l sonrió apretando los labios. 'Oye, por cierto...', le dijo ella, '¿qué habrá sido del anciano que nos tropezamos ayer?'. '¿El anciano?', susurró el hombre con voz silbante. 'Qué importa. Supongo que no volveremos a verlo'.

La luz del sol vibró en las paredes.

El hombre se dio la vuelta, caminó con premura y se lanzó sobre el primer taxi que apareció en la calle. Apretó las mandíbulas y movió su pierna con fiereza.

Se sintió alegre de haber podido moverse dos o tres metros sin cojear. Pensó que eso era una victoria. Luego, cuando la mujer no pudo verlo, se frotó la cadera y cerró los ojos. Los cerró con mucha fuerza, apretando mucho los párpados, hasta que todo le pareció oscuro, lejano, como un dolor que le ocurre a otro.

EL AUTOR

Juan Carlos Méndez Guédez (Barquisimeto, Venezuela, 1967). En 2003 apareció su novela Una tarde con campanas(Alianza), con la que fue finalista del Premio Fernando Quiñones. También en este género ha publicado Árbol de luna (Lengua de Trapo, 2000) y El libro de Esther(Lengua de Trapo, 1999). Como cuentista es autor de Tan nítido en el recuerdo(Lengua de Trapo, 2001) y La ciudad de arena(Calembe, 1999). Próximamente aparecerá en España su nuevo libro de cuentos: El hombre lobo en el bulevar. Doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Salamanca, reside en Madrid.

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