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Columna
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Apropiación de la memoria

Se anuncia para mañana sábado en Madrid una concentración convocada por las víctimas de Alcaraz y apoyada por el Partido Popular. Se trata de un nuevo intento de apropiación política partidaria de la memoria del dolor. Una memoria que debería ser de todos y cuya invocación sectaria queda cargada de graves e indeseadas consecuencias. Porque la tendencia a la apropiación de la memoria doliente al servicio de designios impropios está muy generalizada en la geografía y en el tiempo histórico. De manera que aquí, en medio de las agitaciones del momento actual, deberíamos tener la honradez de examinar la trayectoria recorrida durante los intentos precedentes de desactivar el terrorismo etarra.

Así advertiríamos que durante muchos años las víctimas salían por la puerta de atrás, que se evitaba honrarlas, que nadie las mencionó cuando se negoció la disolución de ETA político-militar entre el ministro Juan José Rosón y el abogado Juan María Bandrés, que tampoco fueron aludidas cuando las conversaciones de Argel de 1989, ni tampoco cuando el presidente José María Aznar decidió en 1998 dirigirse al 'Movimiento de Liberación Nacional Vasco' para preparar los encuentros que siguieron en Suiza entre la banda etarra y los enviados de Moncloa, a saber: Javier Zarzalejos, secretario general de la Presidencia; Ricardo Martí Fluxá, secretario de Estado para la Seguridad, y Pedro Arriola, asesor contratado para las campañas electorales del PP.

Nadie de los Gobiernos que se sucedieron, ni de las fuerzas políticas del arco parlamentario que los acompañaron en las sucesivas legislaturas, ya se sumaran para formar la mayoría o se integraran en la oposición, puso en ninguna de las ocasiones mencionadas por delante a las víctimas, ni las erigió en árbitros de la situación. Teníamos aprendido en las páginas de la novela Rabos de lagartija de Juan Marsé aquella definición del héroe como 'una casualidad sangrienta' y durante muchos años anteriores supimos también que las víctimas no fueron 'héroes convenientes'. Ahora ha surgido una monopolización exclusiva del derecho a invocar el padecimiento de las víctimas de la que deriva una tendencia a decidir, de acuerdo con los intereses políticos de Alcaraz y sus acompañantes, respecto de la legitimidad o no de cualquier proceso que pudiera intentarse en aras de obtener el desistimiento de los terroristas.

La propensión a privilegiar la condición de víctima en detrimento de una visión de futuro puede terminar alimentando el fanatismo

En algún momento habrá que ponderar el respeto y la honra que merecen las víctimas conforme a la proporción en que arrostraron de manera consciente los riesgos derivados de su posición como representantes electos, como servidores públicos en los cuerpos funcionariales o en los de las Fuerzas de Seguridad del Estado o en las Fuerzas Armadas, como empresarios o trabajadores capaces de rehusar el sometimiento reclamado por los terroristas en forma de pagos económicos y otras extorsiones. Pero inmediatamente habrá que distinguir ese tributo debido del desplazamiento que supondría convertir a las víctimas en la piedra de toque de toda decisión política. Porque ese proceder equivaldría a que el Gobierno y el Parlamento resignaran sus poderes en favor de Alcaraz y de sus acompañantes en la función.

Queda mucho trecho por andar todavía para que los agresores depongan su negativa a reconocer sus actos y para que renuncien a sus intentos, ensayados de forma tan frecuente, de atribuir la responsabilidad de los daños padecidos a las propias víctimas, adoptando la postura de quien estuviera en su limpio derecho y justificara sus acciones por el supuesto comportamiento de las víctimas. Actitud que suscita en las víctimas a partes iguales rabia o abatimiento, que amplifican su sentimiento de injusticia e impotencia, y que a menudo dificultan la labor de reconciliación, como escribe Sylvain Cypel en su magnífico libro Entre muros a propósito del conflicto israelo-palestino.

Pero también puede ser patológica la propensión a privilegiar la condición de víctima en detrimento de una visión constructiva del futuro y terminar alimentando el fanatismo y las tendencias hacia la discordia más retrógrada. En última instancia, como repetía Arturo Soria y Espinosa, más vale ser asesinado que asesino.

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