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Columna
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La Europa de las libertades

Toda esta historia de las caricaturas del profeta Mahoma, publicadas o reeditadas por un diario danés irrelevante y sentidas como ofensivas en determinados ámbitos fundamentalistas islámicos, ha servido de combustible para incendiar a una tropa de fanáticos siempre manipulables por los sátrapas que, enseguida, desdoblan su tarea y asumen la represión a balazos de las protestas callejeras para presentarse como respetuosos de sus deberes gubernamentales hacia la inmunidad de las sedes diplomáticas occidentales tan gravemente amenazadas.

Las consecuencias de estas movilizaciones alentadas por los imanes y los Gobiernos y de las represiones a cargo de los mismos suman ya decenas de muertos en capitales árabes como Beirut, Amán, Trípoli, Ankara, Karachi, Riad o Teherán, por citar algunos ejemplos. Además los ciudadanos y los diplomáticos, tanto daneses como del resto de la UE, han tenido que recibir protección ante las amenazas proferidas por los energúmenos de la fe musulmana. En absoluto conviene disimular la realidad, ni ensayar el cinismo de mirar para otro lado, pero tampoco encerrarse en los himnos políticamente correctos. Por muy indignados que nos hubiéramos sentido deberíamos sobreponernos y proceder con las armas del análisis racional que son las nuestras.

Es decir, que en este momento, después de dar los gritos de rigor y de alinearnos con nuestros colegas daneses en la defensa a ultranza de la libertad de expresión, clave del arco de todas las demás libertades cívicas e irrenunciable conquista de la Europa en la que queremos vivir, conviene abrir una reflexión inteligente que nos permita aprender del proceso inflamatorio que hemos vivido.

Una buena recomendación es, por ejemplo, la lectura del volumen promovido por la sección inglesa del Pen Book bajo el título de Free expresión is no offence, que ha sido editado por Lisa Appignanesi para Penguin. El libro recoge colaboraciones de Ian Buruma, Frances D' Souza, Julian Evans, Moris Farhi, Timothy Garton Ash, Michael Ignatieff, Hari Kunzuru, Anthony Lester, Philip Pullman, Salman Rushdie o Madhav Sharma. Son aproximaciones intentadas desde distintos ángulos a la libertad de expresión, solicitadas con ocasión de la ley impulsada por el Gobierno de Tony Blair contra la incitación al odio religioso.

Desde luego, se puede coincidir con Howard Jacobson cuando señala que está en la naturaleza del arte ser ofensivo y que siempre el arte ha sido problemático para los creyentes. Pero, también, cuando enseguida observa que si bien el arte es anatema, la recíproca no está garantizada. Porque no todo anatema es arte.

También interesa acercarse a Julian Evans, quien sostiene cómo el humanismo -el gran surgimiento de nuevas ideas que hace cinco siglos formó el depósito común de los valores europeos- comenzó con la recuperación de la lengua griega, clave del Renacimiento. Claro que enseguida la Iglesia percibió el poder susceptible de asociarse a esa lengua y por eso se apresuró a prohibirla. Evans exalta además a Rabelais porque con la publicación de Pantagruel, en 1532, no sólo se expuso él mismo a peligros mortales como los que padecen muchos escritores de nuestros días sino que ganó una primera victoria a favor del principio de que el pensamiento y la expresión en absoluto pueden ser limitados ni por la Iglesia ni por el Estado. La dificultad reside muchas veces en suministrar la debida protección legal contra las discriminaciones que padecen los creyentes, sin por eso sacralizar las religiones ni exceptuarlas de la crítica. Porque los creyentes propenden a sentirse agredidos cuando sus creencias son criticadas. Pero, lejos de cualquier equiparación inadecuada, es interesante reparar en fenómenos propios subsumidos por la costumbre porque, como escribe Jorge Wagensberg en su libro A más cómo, menos por qué, en ocasiones es mucho más fértil asombrarse por lo cotidiano en lugar de por lo improbable, según acostumbra todo el mundo.

En esa línea Philip Pullman nos previene sobre la influencia creciente de las religiones y sobre las reclamaciones insaciables de nuevos privilegios por parte de los creyentes más celosos. Pero, al mismo tiempo, estima la necesidad de abolir la especial protección contra la blasfemia de que goza en Gran Bretaña la Iglesia anglicana que erige al rey en defensor de la fe, título para el que como sabemos se viene preparando el príncipe Carlos.

Por cierto, ¿se hubiera transgredido algún deber democrático si el primer ministro danés hubiera accedido a recibir a los embajadores árabes que habían solicitado entrevistarse con él? La solución en el próximo número.

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