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Tribuna
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Espacios propios, espacios coherentes

Hay películas como El club de la lucha o Memento que mantienen al espectador estupefacto casi hasta el desenlace final, y que solamente se comprenden del todo a la salida del cine. Y entonces uno se pregunta si el guionista y el director sabían realmente lo que estaban contando cuando empezaron a rodar, o si fueron construyendo la película a medida que ellos mismos se iban impregnando de su poco habitual tiempo narrativo.

En el que ya empieza a ser largo camino hacia la reforma del sistema de financiación autonómica pasa algo similar. Hay tantos actores, tantos escenarios y tantas tramas paralelas determinantes para la principal, que por ahora es imposible apuntar cómo se va a resolver. Así y todo, en las últimas semanas parece que se va decantando una posición común: la suficiencia de recursos está ligada a la autonomía fiscal. Es la primera vez que este planteamiento se impone de forma explícita y es una ventana abierta al optimismo.

Como muy bien explicaba en estas páginas Carlos Solchaga hace poco, el sistema de atribución de recursos a las autonomías basado en el coste efectivo de las competencias asumidas, fue útil en su momento, pero hoy día, por el volumen que han alcanzado esas competencias, ya no es válido.

Eso significa cambiar rotundamente la forma de pensar. La autonomía no es descentralización, y la responsabilidad política de cada nivel de la Administración es plena, en la vertiente del ingreso y en la del gasto.

¿Es esta autonomía compatible con una cesión parcial de los tributos como la que ya existe y que, por ahora, sólo se habla de profundizar? Hay muchos indicios de que ese modelo no tiene consistencia, porque la capacidad normativa sobre los impuestos compartidos no va a permitir a las autonomías desarrollar su programa político. La razón es que la regulación del Impuesto de Sociedades y la del IVA no son fragmentables, por la necesidad de mantener la unidad del mercado y por la armonización fiscal en la UE. Y la recaudación de estos tributos fue, en 2004, el 44% de la total, estatal y autonómica, de los principales tributos (en el territorio común, es decir, sin incluir al País Vasco y Navarra)

Podría ser útil hacer una reflexión sobre la naturaleza del gasto de las comunidades y la coherencia del sistema fiscal en que se soporta. Las competencias más importantes que tienen transferidas, por su volumen y relevancia para los ciudadanos, son la sanidad, la educación y las políticas sociales. Es decir, la Universidad, la enseñanza obligatoria, los bachilleratos, la formación profesional, la educación de adultos; la asistencia primaria, la ambulatoria, los hospitales, la prevención; la drogadicción, la violencia de género, la integración de los emigrantes, las personas dependientes… Es enorme, y es determinante de nuestra estructura social. Y los estudios sociológicos nos dicen que son estos asuntos, además de la seguridad, las pensiones y los impuestos, los que determinan el voto ciudadano. Y solamente hay un impuesto que sirva para correlacionar, de forma visible, el esfuerzo fiscal solicitado a los ciudadanos y el programa de gasto que se les propone: el Impuesto sobre la Renta (IRPF) y su asociado, el del Patrimonio.

Desde el punto de vista de los ingresos globales, la cesión completa del IRPF a las autonomías y la recuperación por la Administración central del IVA y los impuestos especiales, significaría para éstas unos ingresos adicionales de más de 10.000 millones de euros. Esta holgura permitiría replantearse la asignación de los 27.600 millones de euros adicionales a la recaudación que las autonomías reciben de la Administración central en concepto de subvenciones, convenios, fondo de suficiencia, FCI, y otros. Una gran parte de estas transferencias se destina a la ejecución por las autonomías de acciones que la Administración central mantiene de forma residual y bastante absurda, como algunos programas sociales que se solapan y sólo generan tensiones de reparto y de coherencia de criterios, además de ser muy poco transparentes.

Desde el punto de vista político, disponer de un impuesto sobre la renta, el más sensible en cuanto a progresividad, permitiría a los dirigentes autonómicos ofrecer un verdadero programa político a sus ciudadanos. Y de cara a discutir la solidaridad interterritorial, se dispondría de ratios claros y comparables que permitirían buscar el equilibrio en función del esfuerzo fiscal y de la eficacia recaudatoria, que es un dato minusvalorado en las discusiones del modelo pero fundamental para medir la equidad real.

Este modelo permitiría además arbitrar la solidaridad mediante el reparto de la riqueza productiva, que es la que gravan los impuestos indirectos que son los que se mantendrían bajo la gestión del Gobierno central. Y permitiría avanzar hacia un sistema transparente en el que la solidaridad se determinaría no por el origen territorial de los recursos, sino por el destino del gasto.

Es otra película, en la que los secundarios asumen protagonismo y sus papeles se vuelven más complejos. Pero el argumento ganará en claridad y sobre todo, los espectadores no sólo podremos entenderlo a la perfección, sino que tendremos, por fin, la autoridad que se les debe a los productores. Que son los que pagan.

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