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CincoSentidos

Kasgar, uno de los mercados más antiguos del mundo

Kasgar es uno de esos lugares extraviados en los sótanos del mundo, cuya existencia parece haber quedado varada, como tantas otras ciudades legendarias, en los límites etéreos de la memoria. Aislada en el extremo noroeste de China y aprisionada entre las estribaciones del Karakorum, una de las cordilleras más abruptas de la tierra, y el desierto de Taklamakan, cuyo significado en lengua uigur es 've y nunca regresarás', esta población de más de 200.000 habitantes sigue siendo, como en las épocas de máximo esplendor de la Ruta de la Seda, cuando era una parada obligada, el mercado más influyente de la región y uno de los más antiguos del mundo.

El insigne viajero Marco Polo, en su Libro de las Maravillas, ya escribía: 'Allí a Kasgar llegan numerosas telas y mercancías. Las gentes viven de talleres y comercios (...) De esta comarca parten muchos mercaderes, que van a comerciar por todo el mundo'. Todos los domingos, el Aidkah Bazaar convoca a gentes que viven en un radio de 2.000 kilómetros a la redonda, dando lugar a un espectáculo fascinante, al que las caravanas de camiones provenientes de Pakistán, con sus impresionantes cabinas forradas por carcasas de madera, primorosamente talladas y pintadas con colores estridentes, dan un aire fallero, de fiesta.

Una amplia avenida, en cuyos flancos crecen algunas casonas de dos plantas, con galerías porticadas y fachadas decoradas con llamativos dibujos geométricos, va conduciendo desde la parte moderna de la ciudad, rehecha según los cánones estéticos maoístas, al viejo corazón aldeano, un espacio caótico, abarrotado de puestos cubiertos por toldos, lonas, plásticos, mantas, simples pedazos de tela atados con cuerdas o grandes tiendas de campaña que, ante la avalancha de gente y de carros tirados por burros, termina por descoserse en un dédalo de pequeñas callejas de casas de adobe igualmente atestadas de tenderetes. Sedas, telas, ropas, gorros, zapatos, cueros, atalajes para los animales, herramientas, cuchillos, radiocasetes, hortalizas, alimentos de todo tipo, especias, almizcle, productos de artesanía, bisutería, alhajas de oro, aljófares, balajes, cañas de bambú, rebaños de ovejas... se suceden en un orden confuso, acaso regulado en función de la pluralidad de razas y lenguas que se dan cita en esta especie de Babel horizontal. Las facciones de la cara, la forma de bigotes y barbas, las ropas y, sobre todo, el modo de cubrirse la cabeza permiten, como si se tratara de un juego de adivinanzas, identificar la raza a la que pertenecen los individuos que conforman el paisaje humano del mercado. Los sombreros como tortas de los uzbecos se mezclan con los casquetes bordados de los uigures, los turbantes de los kazajos, las gorras de plato de los tayikos o los gorros de fieltro de los pastunes. Los rasgos delatan sin posibilidad de error a los mongoles, mientras que la corpulencia de los montañeses kirguises contrasta con la delgadez de los chinos Han.

Todos ellos se mueven en este decorado con la sumisión de los extras de una película y sólo parecen salirse del guión cuando se arraciman en torno a los barberos, especializados en afeitar al cero cabezas y barbas; los curanderos, cuyos remedios chamánicos se extienden sobre el suelo en una mezcolanza de ungüentos, hierbas y animales muertos resecos como pergaminos; o cuando hacen una pausa para comer en los puestos de comida al aire libre.

Una serie de hornos de barro humeantes, sobre los que cuelgan sonrosados canales de cordero, acotan pequeños restaurantes donde se sirven en cuencos de porcelana raciones de carne, acompañadas de pan, arroz o ensaladas, que desaparecen en medio de una sinfonía de rumores dirigidos, como batutas, por la habilidad de los palillos chinos. No es el único lugar donde se puede comer. Diseminados por todo el mercado, hay puestos de tallarines, cuya elaboración secuestra las miradas. Rudos hombres en camiseta golpean la masa de pasta contra una mesa hasta dejarla fina y flexible, momento en el que la retuercen formando una especie de trenza que sólo deja de girar entre sus brazos cada vez que vuelve a ser estampada contra la mesa. Un ejercicio acrobático que invita más a ver que a comer.

La ruta de la seda

A lo largo de casi dos milenios, una red de caminos permitió abrochar las relaciones, sobre todo comerciales, entre Oriente y Occidente con botones como Samarcanda, Bujara, Isfahán, Malabar, Petra, Damasco o Venecia. Lugares neurálgicos de donde salían o a donde llegaban las mercancías y los conocimientos que transportaban las caravanas, cuyos viajes estaban llenos de un aura fantástica y riesgos muy reales.Nunca existió una sola ruta, sino una maraña de senderos y pistas que confluían en lugares estratégicos, como Kasgar, en los que florecían ricos mercados. Esta forma primitiva de comercio entró en declive en el siglo XVI, cuando el navegante portugués Vasco de Gama descubrió la ruta marítima que une Occidente con la India y China.Inicialmente, estos caminos llevaban el nombre del producto predominante que circulaba por ellos. De modo que existió la Ruta de las Esmeraldas, del Oro, del Jade o las Especias. El hecho de que la seda china figurara entre los productos más demandados llevó a acuñar, ya en el siglo XIX, el nombre genérico de la Ruta de la Seda. La sericultura, descubierta por dos monjes bizantinos alrededor del 550 d. C., fue durante milenios el secreto chino mejor guardado.

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