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Tribuna
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Estamos rodeados

Los que además de declararnos liberales nos esforzamos en serlo con alguna coherencia ya sabemos que no somos muchos. Acotando más, si tomamos como universo sólo la llamada 'clase política', el porcentaje es todavía menor, ínfimo, una pintoresca nota de color, un florero. Tanto en la izquierda como en la derecha. Mientras esperamos tiempos mejores, hemos declarado una moratoria y casi no hacemos proselitismo, nos conformamos con que nos dejen opinar. El problema es que creemos percibir que la cosa está cambiando a peor.

No estamos muy interesados en averiguar las diferencias entre liberales y 'neoliberales'. Simplemente renunciamos a ser 'neoliberales', puesto que se trata de unas personas malísimas que tienen como objetivos consolidar y acrecentar la extrema pobreza, contaminar hasta extinguir la vida del planeta e instaurar la ley de la selva.

Nosotros no. Los liberales reivindicamos tanto como el que más el hecho civilizatorio que incluye, como parte del prodigioso proceso cultural que identifica y distingue a la especie humana de las demás, leyes y normas de convivencia escritas y no escritas, así como poderes públicos democráticos que recaudan impuestos y administran mecanismos de seguridad general y de equidad social.

Estamos siempre dispuestos a debatir sobre las mejores formas para conseguir avanzar y a escuchar las razones de los demás, este es uno de nuestros rasgos característicos y su ausencia una buena pista para detectar falsos liberales. Nos gusta el mercado porque se parece a la vida biológica y sus leyes y efectos son más o menos conocidos. Consideramos necesaria su regulación cuando consiste en asegurar que siga siendo mercado, no cuando tiende a sustituirlo por planificadores utópicos que se creen dioses y, con una tenacidad digna de mejor causa, acumulan fracaso tras fracaso, ni cuando la regulación propicia que el mercado sea capturado y anulado por monopolistas y núcleos concentrados de poder. Incluso aplaudimos la intervención heavy de los poderes públicos democráticos, cuando su objetivo es derribar o ayudar a derribar tiranos o evitar que los 'matones' ejerzan como tales.

Consideramos obligado paliar los sufrimientos de los que peor lo pasan y avanzar en la reducción de su número y constatamos que, hasta hoy, la forma más eficaz de reducirlo consiste en ayudar a los países pobres a que consigan producir algo vendible y en comprárselo desde el mundo rico sin proteccionismos egoístas.

Asimismo, constatamos que, aunque algunos parecen no saberlo, antes de la codificación de las leyes del mercado y antes de la aceleración del proceso llamado de globalización, el mundo tampoco era un paraíso. En realidad, sólo un pequeño porcentaje de personas, mucho menor que el actual, disfrutaba de una vida buena. Es decir, los liberales también queremos un mundo mejor, pero procuramos evitar nostalgias, dogmas y cuentos de hadas.

A la vista de esta improvisada declaración de principios, podría parecer razonable que los liberales fuésemos gente escuchada e incluso votada en caso de estar presentes en el mercado electoral. Pero corren malos tiempos. La derecha y el amplísimo y transversal 'centro' se refugia en una retórica de resonancias ambiguamente liberales, pero sin pisar casi ningún callo a los lobbies y corporativismos de todo tipo. Opta por la última moda de lo políticamente correcto, que consiste en preconizar una especie de fusión en frío, presuntamente indolora y taumatúrgica, entre Davos y Porto Alegre, cabe suponer que con las Azores como meeting point. Populismo blando, contemporización auscultativa de carácter mediático-electoral.

Pero eso no es ni nuevo ni extremadamente grave, la ideología blanda incluso tiene algunas ventajas, no suele resolver los problemas que requieren algún tipo de reforma, pero no interfiere la solución de los que se resuelven solos y además no oprime las mentes, se limita a anestesiarlas. Desde este punto de vista, ojalá las políticas blandas se hicieran extensivas a todos los ámbitos y no hubiera excepciones tales como ilegalizar partidos con sus electores incluidos, fomentar nacionalismos de Estado, controlar los medios de formación de la opinión pública y fusionar los centros de decisión reduciendo por añadidura su número a muy pocos y bajo control político. Esto sí oprime a las mentes liberales.

Pero hay otra agresión muy difícil de soportar sin alarma. Proviene de la reaparecida pasión por la ideología fuerte de sectores izquierdistas. Muchos habían rectificado, aunque fuera implícitamente.

El problema parece ser que el estigma del izquierdista utópico y proclive a recetas facilonas es indeleble, como los sacramentos o los tatuajes. Confiemos en que no sea, además, hereditario. Renace y se inflama sólo con ver gente en la calle, ante la reciente oleada de variopintas y sin duda legítimas protestas y manifestaciones resurge una épica nostálgica perfeccionista y dogmática, una dialéctica renovada de 'película de buenos y malos', una simplificación peligrosa de la complejidad que se sintetiza en una presunta 'nueva izquierda global' que viene a decir: ¿y por qué teníamos que rectificar si teníamos razón?

Pues no, no tenían razón. Una esperanza recorre el mundo, se decía en las primeras décadas del siglo XX en referencia al comunismo. Sus profetas estaban equivocados, por eso fracasaron. Y si no hubieran fracasado, el resultado no hubiera sido la feliz Arcadia, sino los modelos descritos por Huxley, Orwell o Bradbury. Por desgracia el fracaso está ya demostrado y el coste ha sido muy alto. Los nuevos profetas manipulan a Keynes, Tobin, Stiglitz y Sen. ¡Un premio Nobel viste tanto!

Nos dicen que la globalización es liberal, es decir, salvaje y culpable de casi todo. Lo cierto es que el más grave defecto del proceso es precisamente de signo contrario: es poco liberal, es conservadora y proteccionista, está muy marcada por los intereses del primer mundo, de sus agricultores, de empresarios y trabajadores de sectores cuya producción compite con países en vías de desarrollo. Atribuyen al FMI incluso la exclusiva responsabilidad de la crisis argentina olvidando que 50 años de populismo peronista también deben tener alguna cosa que ver con ella.

Alertan sobre el peligro Berlusconi, pero no sobre el peligro Hugo Chávez, de manera similar a como hace unos años, en el lenguaje de algunos intelectuales europeos de 'izquierda', Hitler había cometido crímenes, pero Stalin y Beria sólo 'excesos', y Pinochet era un dictador, que lo era, pero Castro no. Convierten el pertinente clamor mundial en contra de Sharon en un antisemitismo y cuasi justifican el terrorismo palestino.

Antes de las elecciones francesas, ponían a Jospin como modelo de política de izquierdas eficaz y apreciada por la población. Ahora miran para otro lado. Pero no parecen haberse enterado de que los seguidores de José Bové probablemente han votado a Le Pen.

Lo dicho: ¡estamos rodeados! Pero resistiremos e incluso seguiremos escribiendo, después de todo hay que intentar entre todos que no reaparezcan los peores fantasmas del siglo XX: el nazismo y el comunismo. Y parece que sus respectivos ectoplasmas atacan de nuevo.

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